“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; mas si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12, 24)
Con estas palabras de Jesucristo, recogidas en el Evangelio según san Juan, introduce Dostoievski su última obra, Los hermanos Karamazov. En cierto modo, podría decirse que lo que viene a continuación no es más que una glosa, una explicación, de esta cita que sintetiza en pocas palabras la paradoja cristiana: morir para vivir. El autor es consciente de que la explicación de una verdad que no aspira a ser teórica, sino vivencial, no puede hacerse mediante un extenso tratado de teología, sino a través de una historia en la que son personas concretas las que deciden y actúan, las que sufren y maldicen, las que esperan y creen. De este modo, Dostoievski nos relata la historia de los hermanos Karamazov. Esta historia tiene lugar en una pequeña ciudad de Rusia. Sin embargo –al igual que sucede en tantas otras obras literarias–, el autor nunca dice el nombre de dicha ciudad, quizá con intención de hacer de su relato algo extensible a toda Rusia y, por qué no, a la humanidad entera.
Iván Karamazov, en una conversación con Aliosha, su hermano monje, le expresa su indignación ante el sufrimiento que hay en el mundo: “¿Eres capaz de comprender este absurdo, amigo y hermano mío, tú, humilde novicio del Señor, eres capaz de comprender por qué es necesaria y por qué ha sido creada tal absurdidad?” (p. 393). En especial, es del todo incompresible el sufrimiento de los niños y los inocentes. Así lo manifiesta Iván: “Si los sufrimientos de los niños han ido a completar la suma de sufrimientos necesaria para comprar la verdad, yo afirmo de antemano que la verdad entera no vale semejante precio (…) Muy alto han puesto el precio de la armonía, no es para nuestro bolsillo pagar tanto por la entrada. Me apresuro, pues, a devolver mi billete de entrada” (pp. 397-398). A través de estas conversaciones, tan intensas, el autor nos planta de modo directo, crudamente, frente al problema del mal moral, es decir, del sufrimiento. En este sentido, la obra de Dostoievski no quiere proporcionar al lector una moralina. Por el contrario, el autor sólo busca hacernos más conscientes de la complejidad de esta realidad que, más que un problema, se trata de un misterio en el que podemos profundizar más y más, sin alcanzar nunca a comprenderlo por entero.
Retrato de F.M. Dostoievski |
Cada uno de los personajes de la novela convive con este misterio, y cada uno tiene un modo diferente de afrontarlo. Ciertamente, no hay receta posible para el sufrimiento. La respuesta a su presencia en nuestra vida ha de ser siempre personal, de tal forma que no hay en todo el mundo dos respuestas iguales. Sin embargo, aparecen personajes en la novela en los que sí que advertimos una nota común que, al mismo tiempo, resuena en cada uno de modo característico. Son aquellos que han comprendido –después de largo tiempo, tal vez– el profundo sentido que se oculta en la frase del Evangelio que da comienzo a la obra.
El relato de Dostoievski es profundamente cristiano. Si elimináramos esta perspectiva, la historia de los hermanos Karamazov sería incomprensible, pues sólo a la luz de esa frase del Evangelio cobra sentido. A su vez, esto implica que la contradicción es una constante que vertebra la historia de principio a fin. Aquí y allá, los personajes se dan de bruces con situaciones que no comprenden. Así sucede, por ejemplo, cuando el stárets Zósima le dice a Aliosha que ha de abandonar el monasterio para vivir en el mundo; o cuando, a la muerte del stárets, el mal olor que empieza a desprender su cuerpo hace que muchos duden de la santidad del monje, expandiéndose el rumor de que, en realidad, era un pecador. Todas estas situaciones, tan contradictorias, se iluminan de pronto cuando el lector vuelve a recordar la frase que había leído al comienzo. Sólo el que está dispuesto a renunciar a su vida por amor –a sus proyectos, a su buena fama, a su bienestar– es capaz de saborear la felicidad verdadera. “El amor humilde es una fuerza terrible, la más potente de todas las fuerzas; nada hay que se le pueda comparar” (p. 497), afirma el stárets Zósima.
Cuadro de Ilya Repin que se acerca a la atmósfera de la novela |
Puede reprocharse a esta obra que, además de ser muy extensa, es en ocasiones confusa. Cabe responder a este reproche que Dostoievski no persiguió escribir una historia diáfana, sino algo acorde al misterio al que trató de asomarse. Ciertamente, el relato se detiene mucho en las conversaciones, así como en la psicología de los personajes. Al mismo tiempo, hay momentos en los que la historia principal queda fragmentada por otras pequeñas historias, como la vida del stárets Zósima o la célebre leyenda del Gran Inquisidor. Considero que esta aparente dispersión es en verdad otra herramienta de la que el autor se vale para dar a entender la complejidad del misterio que ha de impregnar el relato de principio a fin. Ciertamente, el misterio es algo muy presente en la Iglesia ortodoxa –a la cual pertenecía el autor– y, por desgracia, algo del todo ausente en nuestra sociedad. Hay mucho que aprender de Rusia y de su modo de entender la fe. Considero por esto que la lectura de Dostoievski es siempre un foco de luz sobre nuestra existencia. Sus obras tendrán vigencia siempre, en virtud de su gran protagonista: el alma humana, con sus alegrías y sus esperanzas, sus tristezas y angustias.
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