Con La tumba de las luciérnagas, Isao Takahata presenta un impactante aguafuerte que trata de condensar en la vida de dos hermanos, Seita y Setsuko, el angustioso drama que vivió la población civil japonesa durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Es uno de los primeros filmes ‘anime’ que abordan este tema, y sorprende la crudeza con que la animación capta, como si de una cámara se tratara, esa tragedia humana.
Entre los temas abordados por esta película, resalta aquel aludido por el propio título: las luciérnagas. A este respecto, cabe hacer referencia a una interesante reflexión que el filósofo alemán Martin Heidegger hacía poco después de acabar esta guerra. Heidegger, comentando unos versos del poeta Hölderlin, calificaba ese tiempo como “época de la noche del mundo”, “tiempo de penuria” en el que “se ha apagado el esplendor de la divinidad”. Sólo unos pocos –los poetas, decía- pueden hallar el rastro de los dioses huidos. Algo muy similar ocurre con Seita y Setsuko. Cuando ya es de noche, y los adultos duermen, son ellos los que, a pesar de su miseria, son capaces de asombrarse por el tenue esplendor de las luciérnagas. Esa luz amable –muy diferente de la luz agresiva del fuego, otro gran protagonista- parece apuntar a una esperanza relacionada con algo que está más allá del horror circundante, así como con el amor mutuo entre los dos hermanos. Por encima de todo, Setsuko quiere estar con su hermano.
“Setsuko no volvió a abrir los ojos”. Es la visión la que capta esa luz esperanzadora. Por eso, cuando Setsuko muere, Seita piensa que es el fin. Sin embargo, sabemos que no es así, ya que, tras su muerte, el propio Seita abrirá del todo los ojos a ese mundo antes sólo intuido, desde el que ilumina de sentido su doloroso pasado.
En medio del horror de la guerra, los dos hermanos aún son capaces de ver luz |
No hay comentarios:
Publicar un comentario