En el incontable montón de cintas que tratan, de un modo u otro, sobre la Europa sacudida por el nacional-socialismo, Julia brilla con una luz especial. Hay en ella varios ingredientes que la convierten en una película única. Por un lado, cabe destacar el personaje de Lily (Jane Fonda) trazado magistralmente a través de acciones mínimas, diálogos aparentemente sin importancia y miradas de gran expresividad. Por otro, es sorprendente cómo, a lo largo del relato, la casi constante ausencia del personaje de Julia (Vanessa Redgrave) no es obstáculo para que sea ella la verdadera protagonista. Julia está presente en todo momento en las acciones de su amiga Lily, en sus pensamientos, en sus miedos. Esta “presencia ausente” de Julia hace que, cuando ella irrumpe realmente en la escena, lo haga con una gran fuerza. Así sucede en la inolvidable conversación en el café de Berlín. Julia apenas habla y, sin embargo, lo sabemos todo acerca de ella: su cariño por Lily, sus esperanzas, sus temores.
La amistad entre Lily y Julia, relación que articula toda la historia, cobra una particular viveza en el contexto que rodea a estos dos personajes. El ostracismo al que es condenada Julia en su propia familia por sus ideas poco ortodoxas, por una parte. Por otra, los convulsos años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, impregnados de una atmósfera muy particular: trenes nocturnos, cruces de fronteras, jóvenes idealistas, identidades ocultas, represiones. La acertada puesta en escena del filme de Zinnemann acierta a captar este ambiente, y es el marco en el que se desarrolla una historia llena de fuerza, sobre una amistad que no entiende de ideologías ni de fronteras. Un amor más fuerte que la misma muerte. Lily es consciente de lo que vale la amistad de Julia –un amigo es, decía Juvenal, un “cisne negro”–, y no vacila en arriesgarlo todo por ella.
Inolvidable escena en un café de Berlín |
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