UNA TEMPORADA PARA SILBAR (Ivan Doig. Libros del Asteroide. 349 págs.)
“Buena parte del trabajo de mi vida ha consistido en separar el aprendizaje de la ilusión, y en la infinita galería de imágenes que se extiende tras los ojos, he aprendido a confiar en el brillo de ciertos detalles a la hora de rescatar un momento con exactitud”. Son palabras de Paul, protagonista de Una temporada para silbar, uno de los últimos libros publicados por Ivan Doig, escritor estadounidense de la talla de Wallace Stegner (Ángulo de reposo, En lugar seguro) o Norman Maclean (El río de la vida), todos ellos enamorados de la vida rural y el paisaje del Oeste de los Estados Unidos.
“Buena parte del trabajo de mi vida ha consistido en separar el aprendizaje de la ilusión, y en la infinita galería de imágenes que se extiende tras los ojos, he aprendido a confiar en el brillo de ciertos detalles a la hora de rescatar un momento con exactitud”. Son palabras de Paul, protagonista de Una temporada para silbar, uno de los últimos libros publicados por Ivan Doig, escritor estadounidense de la talla de Wallace Stegner (Ángulo de reposo, En lugar seguro) o Norman Maclean (El río de la vida), todos ellos enamorados de la vida rural y el paisaje del Oeste de los Estados Unidos.
La obra de Doig es, principalmente, una reflexión sobre la infancia y el papel que la educación escolar juega en ella. Paul Milliron, superintendente escolar, regresa al lugar de su infancia ya adulto para tomar una decisión de gran importancia. Las escuelas rurales se presentan como inútiles a los ojos de un mundo cada vez más globalizado y ha llegado en momento de decidir si han de seguir o no. Este dilema desencadena en el protagonista una explosión de recuerdos que lo asaltan y lo transportan de vuelta a aquel año de 1910 en que Rose Llewellyn llegó a Marias Coulee –el pueblo de Paul- silbando una melodía que cambiaría para siempre la vida de la familia Milliron.
Una temporada para silbar puede parecernos, a primera vista, la típica novela sobre la vida de una familia en la América profunda. Sin embargo, creo que va mucho más allá. Por un lado, Doig se nos revela como un maestro a la hora de construir personajes. Desde el maestro Morrie hasta Toby, el hermano pequeño de Paul. El valor del detalle es sin duda uno de los puntos fuertes de esta novela, y son esos detalles los que nos permiten sumergirnos con los cinco sentidos en las vidas de los habitantes de Marias Coulee. Por otra parte, Doig nos invita a reflexionar sobre temas que trascienden la vida rural norteamericana de principios de siglo XX, pues nunca caducan. El personaje de Morris Morgan, maestro de la escuela rural, es un canto al importante papel que pueden jugar los buenos maestros en la vida de todo niño. Doig también destaca la importancia de una educación íntegra, donde el aprendizaje del latín –tan infravalorado hoy día- es un pilar fundamental para comprender nuestro lenguaje.
Finalmente, quiero mencionar la hermosa historia del cometa Halley, episodio que Doig emplea como recurso para dar comienzo a la última parte del libro, donde arrojará luz sobre el pasado de nuestros protagonistas. El cometa es una gran metáfora sobre la luz como verdad. “Solamente una vez en la vida veremos este cometa (...). Sin embargo, a su paso una cuerda resuena en lo profundo de nuestro ser”, dice Morrie. Este fenómeno, tan inusual como bello, nos recuerda el ansia que todo hombre tiene en su interior de encontrar la verdad. La verdad sobre pasado, pieza indispensable para reconstruir el rompecabezas que cada uno somos.
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