ESTACIÓN CENTRAL DE BRASIL (Walter Salles, 1998)
Basada en una idea original del propio director, Estación central de Brasil nos cuenta la historia de Dora, una mujer jubilada que acude a diario a la Estación Central de Río de Janeiro para ganarse un dinero escribiendo cartas para gente analfabeta. Ya le pidan que escriba cartas de amor, de odio o de perdón, Dora sabe mantener el pulso firme. Ha aprendido a guardar la distancia idónea tanto para ganar la confianza –y el dinero- de esa gente como para no asomarse demasiado a esos mundos personales que frente a ella se abren por unos minutos. Esta rutina de aparente seguridad se vendrá abajo con la llegada a su vida de Josué, el hijo de una de las clientes de Dora, muerta por un accidente a la salida de la estación.
Estación central de Brasil es el relato de dos almas gemelas, naufragadas en una estación de tren. Rodeadas de gente a cada hora, pero terriblemente solas. Es la historia de un viaje que comenzó sin que ninguno de los dos supiera exactamente cómo ni cuándo. Dora y Josué recorrerán juntos las carreteras de Brasil en busca del padre del chico, encontrando a su paso el rostro más pobre y olvidado de su propio país y, en ocasiones, el más alegre y esperanzado.

Estación central de Brasil nos trae a la memoria retazos del neorrealismo italiano –películas como Umberto D., con protagonistas olvidados, atrapados en la cuneta del día a día- o del cine nórdico de Bergman y del más reciente Kaurismaki –por la fuerza y la sobriedad de las interpretaciones-. Junto a todo esto, la película presenta un estilo propio que, de algún modo, nos hace darnos cuenta de que nos encontramos frente a una pequeña obra maestra.
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