miércoles, 5 de junio de 2013

Extranjeros en el país de la muerte

PROFESOR LAZHAR (Philippe Falardeau, 2011)

“Tras una muerte injusta, no hay nada que decir. Nada de nada”. El suicidio es un acto ante el que nos quedamos sin palabras. Como decía Chesterton, “el hombre que mata a un hombre, mata a un hombre. El hombre que se mata, mata a todos los hombres” (“La bandera del mundo”, Ortodoxia), pronuncia un “no” rotundo con respecto a todas las criaturas. Un miércoles por la tarde, la profesora Martine Lachance se colgó de una tubería de su propia aula. ¿Por qué?

La pregunta por el sentido queda incoada al comienzo de Profesor Lazhar y proyecta su sombra a lo largo de todo el relato. Bachir Lazhar, un argelino que ha escapado de su país, decide ocupar la vacante dejada por Martine. Huye de la injusticia de un régimen fundamentalista, totalitario. Sin embargo, en la escuela primaria donde comienza a trabajar, también se topará con otro tipo de injusticias. Muchas de ellas ocultas, pero lo suficientemente persistentes como para ser semilla de un suicidio.

El film de Falardeau, basado en una obra teatral de Evelyne de la Chenelière, nos cuenta una historia que logra escapar con éxito del tópico –tan repetido en el cine de ámbito francófono- del profesor de nuevos métodos que logra encandilar a alumnos incorregibles. Si bien el riesgo de caer en él acecha durante toda la película, esta sabe sortearlo hábilmente, conduciéndonos a una historia menos convencional que plantea muchas preguntas y resuelve muy pocas. Quizá sea aquí donde se esconde la frescura de Profesor Lazhar.

Su condición de extranjero le permite a Bachir mirar a los demás por encima de los prejuicios, siempre injustos. Frente al afán de enterrar las preguntas bajo un silencio temeroso o contestarlas con manuales de psicología, el profesor Lazhar no teme hablar con sus alumnos sobre la muerte. Se da cuenta de que en ese terreno tanto él como sus alumnos son igual de extranjeros. Y es en esa condición de "desemejante semejanza" donde a  veces afloran sus inquietudes y sus miedos, pero también sus ilusiones más sinceras. Bachir no teme ver a sus alumnos y a sí mismo como enfermos necesitados de ayuda. “¿En pocas semanas se habrán curado?”, pregunta el profesor a la psicóloga. “No están enfermos”, responde esta con aprensión.

Toda la historia desprende una crítica a un modelo de enseñanza muy extendido en nuestros días. Un modelo donde por un lado está el profesor y, por otro, el psicólogo. Por un lado la enseñanza, por otro la educación. Un modelo donde los problemas de comportamiento jamás pueden resolverse con una buena torta dada con cariño y a tiempo, sino con un especialista. Son esta ilusión de neutralidad y este gusto por lo aséptico el caldo de cultivo ideal para las injusticias más ocultas. Las más perjudiciales. El cariño y la comprensión son la verdadera carencia, y esta no puede ser detectada por ningún formulario ni por ningún especialista. Sólo un extranjero como Bachir, capaz de ver a los chicos como otros extranjeros, enfermos, desvalidos, percibe la lacra. Sólo él ve la vida como imperfecta y, gracias a ello, sonríe. “La clase es un lugar lleno de vida. Donde se consagra la vida”, afirma. Esta actitud permite al profesor Lazhar enseñar y educar al mismo tiempo.

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