“Tras una muerte injusta, no hay nada que decir. Nada de nada”. El suicidio es un acto ante el que nos quedamos sin palabras. Como decía Chesterton, “el hombre que mata a un hombre, mata a un hombre. El hombre que se mata, mata a todos los hombres” (“La bandera del mundo”, Ortodoxia), pronuncia un “no” rotundo con respecto a todas las criaturas. Un miércoles por la tarde, la profesora Martine Lachance se colgó de una tubería de su propia aula. ¿Por qué?
La pregunta por el sentido queda incoada al comienzo de Profesor Lazhar y proyecta su sombra a lo largo de todo el relato. Bachir Lazhar, un argelino que ha escapado de su país, decide ocupar la vacante dejada por Martine. Huye de la injusticia de un régimen fundamentalista, totalitario. Sin embargo, en la escuela primaria donde comienza a trabajar, también se topará con otro tipo de injusticias. Muchas de ellas ocultas, pero lo suficientemente persistentes como para ser semilla de un suicidio.

Su condición de extranjero le permite a Bachir mirar a los demás por encima de los prejuicios, siempre injustos. Frente al afán de enterrar las preguntas bajo un silencio temeroso o contestarlas con manuales de psicología, el profesor Lazhar no teme hablar con sus alumnos sobre la muerte. Se da cuenta de que en ese terreno tanto él como sus alumnos son igual de extranjeros. Y es en esa condición de "desemejante semejanza" donde a veces afloran sus inquietudes y sus miedos, pero también sus ilusiones más sinceras. Bachir no teme ver a sus alumnos y a sí mismo como enfermos necesitados de ayuda. “¿En pocas semanas se habrán curado?”, pregunta el profesor a la psicóloga. “No están enfermos”, responde esta con aprensión.

No hay comentarios:
Publicar un comentario