sábado, 16 de febrero de 2013

Romanticismo en celuloide


JANE EYRE (Cary Fukunaga, 2010)

Jane Eyre es una de las historias que cuenta con más adaptaciones en la historia del cine –son más de treinta desde la primera, en 1910-. La última de estas adaptaciones, dirigida por Cary Fukunaga, es un síntoma más de la existencia en nuestros días de un cine ávido de contar historias que nos hablen de temas siempre perennes. Y es que la novela decimonónica –paradigma de esas “grandes historias”, portadoras de temas universales- es siempre una baza segura, aunque no siempre sea sencilla su adaptación a la pantalla. Frente a la complejidad narrativa de la obra literaria original –llena de saltos en el tiempo y grandes diálogos, rasgos parejos a Cumbres borrascosas, obra de su hermana Emily-, Fukunaga, apoyado en el guión de Buffini, sabe simplificar lo complejo, desprendiéndose de lo accesorio de la historia y dando un mayor peso narrativo a la imagen que al diálogo.

En las novelas de las hermanas Brontë, las cuidadas descripciones del paisaje desolador y sombrío de Yorkshire eran el perfecto reflejo en palabras del atormentado mundo interior de los protagonistas. La película añade un elemento narrativo de gran valor: los planos. El leve temblor de la cámara, las escenas iluminadas con la tenue luz de un candil o la chimenea, los primeros planos de rostros llenos de expresividad… Todo ello contribuye a hacer visible algo por esencia invisible: el espíritu romántico, tan lleno de fatalismo, de emotividad y turbación. Un espíritu donde la imaginación sabía transformar, en expresión de Novalis, “lo cotidiano en sublime, lo finito en infinito”. Así sucede en la obra de Fukunaga, considerada por muchos como la versión definitiva de Jane Eyre.

El tema de la imaginación, aunque aparentemente sin importancia, es central dentro de la historia. Jane, una mujer acostumbrada a vivir en soledad, encierra más “mundo” dentro de sí que el que ha podido ver en sus años de vida. Su talento para el dibujo le permite plasmar en papel muchas de esas imaginaciones, “un mundo visible, un mundo de espíritus encargados de cuidarte”, tal y como su amiga Helen le confió en sus años de internado. Sin embargo, es también la inclinación por este universo de lo imaginario la que hace vivir a los personajes de Jane Eyre en la sinuosa frontera que separa el buen juicio de la locura. “Imagino cosas que no puedo plasmar”, dice Jane en un momento del film.

Otro elemento que subyace a la historia, muy ligado a la época victoriana, es una noción desproporcionada de pecado, fruto de la mentalidad puritana protestante, educada en un equivocado temor de Dios. Esto queda reflejado en varios momentos de la película. “¿Sabes que es el infierno?”, le pregunta a Jane el director del internado. “Un agujero lleno de fuego”, responde. “¿Quieres caer en ese agujero y arder para siempre? (…) Has de aprender qué yerma es la vida del pecador”. A lo largo de la historia vemos personajes atormentados –Rochester, la madrastra de Jane, etc.-, que cargan a sus espaldas con un sentimiento de culpa demasiado pesado, al tiempo que se debaten por alcanzar unos pocos rayos de luz que alumbren su vida. Pero la ansiada felicidad, esa que Helen prometió a Jane en la infancia –“Algún día conquistarás la dicha”-, parece no llegar nunca. Antes bien, es sustituida por una languidez enfermiza –tan propia de la literatura británica-, una tranquilidad efímera, tan inestable como la descontrolada imaginación que gobierna en mundo interior de los personajes.

El amor es otro tema central. La esperanza de amar a alguien y ser correspondida es la brújula que guía toda la existencia de Jane. No obstante, el amor que esta encuentra en Rochester no es un amor reposado, sino fuertemente pasional. Es este amor impulsivo e irracional el que –junto con la imaginación y la conciencia una culpa incapaz de redimirse- guía a ciegas las vidas de nuestros personajes, haciéndoles vivir momentos que tan pronto son dichosos como se tornan desgraciados.

Este elenco de temas es integrado perfectamente en la cinta a través de una cuidada estética visual, digna de las mejores pinturas prerrafaelitas, impregnadas por una misteriosa fascinación por la muerte. A su vez, lo visual es acompañado por una sencilla pero acertada partitura de Dario Marianelli, compositor en otras películas del estilo tales como las últimas adaptaciones de Orgullo y prejuicio y Anna Karenina. Esta armonización de elementos estéticos y conceptuales, de belleza y profundidad narrativa, ha hecho que muchos consideren esta película como la adaptación definitiva de la novela de Charlotte Brontë.

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