ROMA, CIUDAD ABIERTA (ROBERTO ROSSELINI, 1945)
Septiembre de 1943, plena Segunda Guerra Mundial. Roma, antes controlada por las tropas de Mussolini, era declarada “ciudad abierta” tras el derrocamiento del líder fascista. En el mismo mes, el ejército nazi ocupaba la ciudad, comenzando un período de opresión y dolor en la historia de la ciudad eterna que finalizaría el 4 de abril de 1944, con la liberación de la ciudad por parte de las fuerzas aliadas. Son estos siete meses de sufrimiento el marco en el que encuadramos las historias que nos cuenta Roma, città aperta: un líder de la Resistencia perseguido por la Gestapo (Marcelo Pagliero), un sacerdote que colabora con los resistentes movido por su caridad cristiana (Aldo Fabrizi), una mujer valiente que no teme dar la cara por su futuro esposo (Anna Magniani), un oficial nazi que cree poder controlar la ciudad de Roma desde una oficina mediante mapas y fotos (Harry Feist). Nos encontramos frente a una de las obras cumbre del director italiano Roberto Rosselini, precursor de un estilo que él mismo inauguró casi por casualidad: el neorrealismo.
“El neorrealismo es una descripción global de la realidad a través de una conciencia global”. Esta frase del sociólogo Amedée Ayfre resume muy bien la esencia de esta revolución cinematográfica. A diferencia de la tendencia del Hollywood clásico, que buscaba contarnos historias personales para identificar así al espectador con los protagonistas, el neorrealismo opta por distanciarse de los personajes y darnos una visión de conjunto, menos edulcorada y más sobria, de modo que los protagonistas no sean personas concretas, sino que los fragmentos de sus vidas que el film nos muestra, sus idas y venidas, sus penas, sus alegrías, sean los ingredientes de una obra coral con un sólo gran protagonista. En este caso, la ciudad de Roma. La Roma doliente, la Roma combatiente.
Roma, città aperta refleja muy bien el afán de Rosselini por huir tanto de lo impostado y artificial –rasgos del Hollywood de entonces- como de lo melodramático –baste recordar otros títulos neorrealistas, como el Ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica. Comedia y drama se dan cita en una película sencilla y directa, que roza en ocasiones un estilo descuidado, casi documental –grandes planos generales del desalojo de un edificio por los nazis, escenas del pueblo rezando en la iglesia de San Clemente, la emboscada de los partisanos a los camiones alemanes, etc. Esto se ve acentuado por el hecho de que Rosselini quiso que los actores, a excepción de los protagonistas, no fueran profesionales. Hay otra circunstancia que también contribuye a este realismo: cuando la película fue rodada, en enero de 1945, la mayor parte de Europa todavía seguía en guerra.
A pesar de aspectos pobres como la baja calidad del celuloide empleado –cuentan que, para esta película, Rosselini había empleado las sobras de celuloide que recuperó de las películas que él mismo había rodado para Mussolini años antes-, hay otros muy cuidados. Roma, città aperta encierra en sus escenas un sinfín de significados, de metáforas. El momento en que dos soldados alemanes entran a un restaurante con dos corderos para matarlos –símbolo del pueblo de Roma, martirizado por las tropas de ocupación alemanas-, el abrigo que Ingrid, la espía nazi, da a Marina a cambio de entregar al líder de la Resistencia –alegoría de la traición de Judas, etc. Encontramos también en esta película secuencias antológicas, como la muerte de Pina. La mujer que corre por una calle desolada, venciendo su miedo a los soldados, gritando el nombre de su prometido prisionero, es abatida por una ráfaga y cae. Marcelo, su hijo, vestido como un inocente monaguillo, corriendo a buscarla, y la figura serena y doliente de Don Pietro, vestido con unas prendas litúrgicas ajadas, que toma a Pina en sus brazos. Es una referencia directa a la Piedad. Pina representa en ese momento a Roma entera, que yace en los brazos de un padre amoroso e impotente. La tortura de Manfredi a manos de la Gestapo es un inteligente juego de luces y sombras. Vemos como el comandante Bergmann es iluminado como un ser diabólico y Manfredi, con el rostro desfigurado por la tortura, resplandece como un mártir laico, un mártir de la libertad. Finalmente, considero de gran importancia la última escena: la muerte de Don Pietro. Es un momento dulce y amargo. Don Pietro sabe que ha cumplido con su cometido –“No es difícil morir bien, lo difícil es vivir bien”, frase central de toda la película-, y la muerte se le presenta como una liberación. Al mismo tiempo, vemos a los niños, que observan la muerte de un hombre que da su vida por sus principios. Cuando Don Pietro es asesinado, ellos son quienes vuelven a Roma, testigos de la heroicidad de esos hombres. Me gustaría remarcar en este sentido que el neorrealismo, si bien fue un grito de dolor, incluso de horror, jamás fue un grito de desesperación. El último plano de los niños volviendo a Roma nos habla del futuro. Un futuro arduo, pero siempre esperanzador.
Septiembre de 1943, plena Segunda Guerra Mundial. Roma, antes controlada por las tropas de Mussolini, era declarada “ciudad abierta” tras el derrocamiento del líder fascista. En el mismo mes, el ejército nazi ocupaba la ciudad, comenzando un período de opresión y dolor en la historia de la ciudad eterna que finalizaría el 4 de abril de 1944, con la liberación de la ciudad por parte de las fuerzas aliadas. Son estos siete meses de sufrimiento el marco en el que encuadramos las historias que nos cuenta Roma, città aperta: un líder de la Resistencia perseguido por la Gestapo (Marcelo Pagliero), un sacerdote que colabora con los resistentes movido por su caridad cristiana (Aldo Fabrizi), una mujer valiente que no teme dar la cara por su futuro esposo (Anna Magniani), un oficial nazi que cree poder controlar la ciudad de Roma desde una oficina mediante mapas y fotos (Harry Feist). Nos encontramos frente a una de las obras cumbre del director italiano Roberto Rosselini, precursor de un estilo que él mismo inauguró casi por casualidad: el neorrealismo.
“El neorrealismo es una descripción global de la realidad a través de una conciencia global”. Esta frase del sociólogo Amedée Ayfre resume muy bien la esencia de esta revolución cinematográfica. A diferencia de la tendencia del Hollywood clásico, que buscaba contarnos historias personales para identificar así al espectador con los protagonistas, el neorrealismo opta por distanciarse de los personajes y darnos una visión de conjunto, menos edulcorada y más sobria, de modo que los protagonistas no sean personas concretas, sino que los fragmentos de sus vidas que el film nos muestra, sus idas y venidas, sus penas, sus alegrías, sean los ingredientes de una obra coral con un sólo gran protagonista. En este caso, la ciudad de Roma. La Roma doliente, la Roma combatiente.
Roma, città aperta refleja muy bien el afán de Rosselini por huir tanto de lo impostado y artificial –rasgos del Hollywood de entonces- como de lo melodramático –baste recordar otros títulos neorrealistas, como el Ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica. Comedia y drama se dan cita en una película sencilla y directa, que roza en ocasiones un estilo descuidado, casi documental –grandes planos generales del desalojo de un edificio por los nazis, escenas del pueblo rezando en la iglesia de San Clemente, la emboscada de los partisanos a los camiones alemanes, etc. Esto se ve acentuado por el hecho de que Rosselini quiso que los actores, a excepción de los protagonistas, no fueran profesionales. Hay otra circunstancia que también contribuye a este realismo: cuando la película fue rodada, en enero de 1945, la mayor parte de Europa todavía seguía en guerra.
A pesar de aspectos pobres como la baja calidad del celuloide empleado –cuentan que, para esta película, Rosselini había empleado las sobras de celuloide que recuperó de las películas que él mismo había rodado para Mussolini años antes-, hay otros muy cuidados. Roma, città aperta encierra en sus escenas un sinfín de significados, de metáforas. El momento en que dos soldados alemanes entran a un restaurante con dos corderos para matarlos –símbolo del pueblo de Roma, martirizado por las tropas de ocupación alemanas-, el abrigo que Ingrid, la espía nazi, da a Marina a cambio de entregar al líder de la Resistencia –alegoría de la traición de Judas, etc. Encontramos también en esta película secuencias antológicas, como la muerte de Pina. La mujer que corre por una calle desolada, venciendo su miedo a los soldados, gritando el nombre de su prometido prisionero, es abatida por una ráfaga y cae. Marcelo, su hijo, vestido como un inocente monaguillo, corriendo a buscarla, y la figura serena y doliente de Don Pietro, vestido con unas prendas litúrgicas ajadas, que toma a Pina en sus brazos. Es una referencia directa a la Piedad. Pina representa en ese momento a Roma entera, que yace en los brazos de un padre amoroso e impotente. La tortura de Manfredi a manos de la Gestapo es un inteligente juego de luces y sombras. Vemos como el comandante Bergmann es iluminado como un ser diabólico y Manfredi, con el rostro desfigurado por la tortura, resplandece como un mártir laico, un mártir de la libertad. Finalmente, considero de gran importancia la última escena: la muerte de Don Pietro. Es un momento dulce y amargo. Don Pietro sabe que ha cumplido con su cometido –“No es difícil morir bien, lo difícil es vivir bien”, frase central de toda la película-, y la muerte se le presenta como una liberación. Al mismo tiempo, vemos a los niños, que observan la muerte de un hombre que da su vida por sus principios. Cuando Don Pietro es asesinado, ellos son quienes vuelven a Roma, testigos de la heroicidad de esos hombres. Me gustaría remarcar en este sentido que el neorrealismo, si bien fue un grito de dolor, incluso de horror, jamás fue un grito de desesperación. El último plano de los niños volviendo a Roma nos habla del futuro. Un futuro arduo, pero siempre esperanzador.
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