Los 400 golpes, la historia de Antoine Doinel, un niño a las puertas de la adolescencia cuyos únicos afanes son sentirse querido y ser libre, fue la cinta que inauguró de un modo tácito una nueva corriente cinematográfica del cine francés: la Nouvelle Vague. Muchos de los directores adscritos a esta corriente provenían de la revista Cahiers du cinema, fundada por el gran teórico del cine André Bazin –a quien Truffaut dedicó esta película. Allí habían trabajado como críticos de cine. No obstante decidieron sustituir la estilográfica por la cámara de 16 milímetros. Esta sería, siguiendo uno de los adagios de la “nueva ola”, la nueva estilográfica con la cual cada realizador contaría sus historias. Tal y como sucede con Los 400 golpes, las películas de la Nouvelle Vague traslucían un marcado componente de crítica social, realzado por un estilo directo –con visos de neorrealismo en algunos casos- y sincero, además de una clara preocupación por tratar algunos temas centrales de la condición humana.
“Los jóvenes directores se expresarán en primera persona y relatarán lo que les ha ocurrido”. Estas palabras de Truffaut, gran precursor de la “nueva ola” del cine francés, expresan muy bien las intenciones del cineasta al realizar esta obra sin precedentes. Podríamos decir, a modo de metáfora, que el hilo argumental de la película –tal y como dice el título- son los cuatrocientos golpes que, uno tras otro, la misma vida propina al joven Antoine en su infancia tardía, golpes que le alejan cada vez más de la sociedad que le rodea y le impulsan a escapar de ella en busca de un paraíso perdido de libertad. En el fondo, Doinel es el alter ego de Truffaut, quien trata de contarnos, a través de este personaje, la historia de su propia infancia. Una infancia marcada por las rupturas familiares y una educación frustrada en las aulas y sustituida por interminables tardes de cine en las que Truffaut eludía sus deberes escolares para satisfacer su gran pasión. Fue seguramente en estas furtivas proyecciones donde adquirió esa admiración por el cine clásico norteamericano y, más concretamente, por la obra de Hitchcock, sobre quien más tarde escribiría un libro.
En el apartado técnico, me gustaría mencionar el abundante uso de planos panorámicos, que marcan un cierto distanciamiento de la cámara con respecto a todo lo que está sucediendo y aportan un tono más realista, casi documental, a la película –baste mencionar escenas de las gentes de París paseando por las calles, el partido de fútbol en el reformatorio, etc. Son a su vez numerosos los primeros planos de los protagonistas, a través de los cuales Truffaut trata de introducirnos a ese mundo interior de sus sentimientos, ilusiones, etc. –valga como ejemplo el momento en que Antoine es metido en un furgón policial y, por primera vez, le vemos llorar. Quisiera también destacar las escenas en que alguno de los protagonistas mira directamente a la cámara, interpelando así al espectador.
Pero, ante todo, Los 400 golpes es una obra cargada de significado. El ansia de libertad es uno de los grandes temas que subyacen a lo largo de toda la película. Al comienzo, las escenas en el interior de la casa de Antoine –en pasillos estrechos y habitaciones poco espaciosas- nos hablan de la falta de libertad que sufre nuestro protagonista. Bien podría significar lo mismo el arranque de la película: un largo travelling en contrapicado con el que recorremos varias calles de Paris –la otra gran protagonista de la película. Todo lo dicho contrasta con la escena final: el encuentro del protagonista con el mar. Ese mar tan distante al bullicio y la artificialidad de la ciudad. Es un símbolo de una libertad soñada, casi utópica. Tras escapar del reformatorio, vemos a Antoine correr sin volver la vista atrás en un travelling memorable. Es como si quisiera dejar atrás todo su pasado lleno de dolor, desengaños y amargura. De pronto, llega a la playa y moja sus pies en el mar. Su sueño parece haberse cumplido y, sin embargo, la última escena nos dice todo lo contrario. Nuestro protagonista vuelve la mirada atrás: hacia su pasado –del que no puede desprenderse- y hacia nosotros –en un gesto de reproche, de desilusión. Otro tema fundamental de la película es la falta de cariño que padece Antoine. Es un personaje que nos recuerda en muchos aspectos a Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno. Tanto Antoine como Holden son adolescentes que no han encontrado en su vida a nadie que les quiera realmente y, como consecuencia, ellos tampoco saben querer. Ambos son personajes rebeldes, inseguros, viscerales. Considero de especial importancia a este respecto la escena en la que Antoine habla con la psicóloga del reformatorio. El plano fijo en el protagonista no nos permite ver en ningún momento a la psicóloga, y parece como si Antoine estuviera sincerándose con nosotros. Es el momento clave de la película en el que Truffaut nos muestra sin remilgos la desnudez del alma de Antoine –y de su propia alma, por tanto, pues no hemos de olvidar que ese niño es su alter ego. Destaco por último la escena del guiñol con los niños. Se trata de otro momento clave de la obra. Allí vemos primeros planos de los rostros inocentes de muchos niños. Rostros de asombro, de alegría, de miedo. Entre ellos también vemos a Antoine junto a su amigo René. Nos damos cuenta entonces de que ellos ya no son niños. Su infancia se perdió tiempo atrás, sepultada por mentiras, desengaños familiares, robos, escapadas. Es, en palabras de Milton, el paraíso perdido al que siempre tratamos de regresar sin saber muy bien qué dirección tomar.
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