EL RÍO DE LA VIDA (Robert Redford, 1992)
Es bien conocida la larga trayectoria de Robert Redford delante de las cámaras –probablemente nos suenen títulos tan conocidos como Dos hombres y un destino, El golpe o Todos los hombres del presidente-. No lo es tanto su faceta de director, que comenzó a desempeñar en los años ochenta con su exitoso debut Gente corriente –película que le valió la estatuilla de la Academia como Mejor Director-, un drama familiar que marcaría algunas de las líneas que iban a caracterizar sus obras posteriores. Desde entonces, la producción fílmica de este cineasta ha sido bastante irregular. Junto a películas extraordinarias tales como Memorias de África, encontramos obras de menor calado como La leyenda de Bagger Vance o El hombre que susurraba a los caballos. Quizá una de las cotas más altas alcanzadas por Redford en la década de los noventa sea la película El río de la vida, basada en la novela homónima ganadora del premio Pulitzer cuyo autor es Norman MacLean.
El río de la vida es una gran composición pictórica, como uno de esos grandes paisajes forestales, exuberantes de verdor y luminosidad, de pintores románticos como Constable. Redford imprime a toda la película un tempo sosegado, que logra reflejar el modo de vida y el ritmo pausado de las gentes de Montana. Es el ritmo al que la vida fluye en esos parajes profundos, centenarios. La historia de centra en la vida de los Maclean, una prototípica familia norteamericana de comienzos de siglo XX. Me gustaría hacer hincapié en cada uno de los miembros, pues Redford sabe definir con maestría cada contorno de estos personajes. Tenemos en primer lugar al reverendo Mclean, “pastor presbiteriano y pescador con mosca”, una figura severa y seria, pero entrañable y llena de sabiduría al mismo tiempo. Encontramos a lo largo de la película escenas que nos presentan diversos rasgos de su carácter: cómo enseña a sus hijos a pescar, marcando el ritmo con un metrónomo; sus edificantes sermones en la iglesia presbiteriana; su pasión por los poetas románticos, etc. Su mujer es un personaje más secundario que contribuye a dar un contrapunto a la severidad del pastor con su comprensión hacia los hijos. Estos son sin duda alguna el núcleo en torno al cual gira toda la película. Por un lado nos encontramos con Norman, el hermano mayor. Es un hombre introvertido, responsable y sereno, fruto de la educación que ha recibido en su infancia. Por otro lado tenemos a Paul, de carácter temerario, rebelde y testarudo. La escena en la que Paul decide lanzarse en un bote de madera por la cascada junto a su hermano es un buen botón de muestra sobre la personalidad de cada hermano. Paul vive el presente, y lo vive al límite. Norman, por su parte, quiere a su hermano por encima de todo y es capaz de apostar por él a pesar de las adversidades. Otra escena reveladora es la escena de la pesca, que precede a la muerte de Paul. Cuando este sale del río con un enorme pez, Norman reflexiona y se da cuenta de que su hermano había alcanzado la perfección, aquella proeza había sido toda una obra de arte. “Pero la vida no es una obra de arte”, añade Norman. Paul es un genio, un “fuera de serie”, pero parece como si no fuera de este mundo. Un ser demasiado perfecto para vivir más allá de su plenitud.
En el ámbito más técnico cabe destacar dos rasgos sobresalientes de esta película. En primer lugar, la fotografía, a cargo de Philippe Rousselot. En una historia como la que nos cuenta El río de la vida, la naturaleza juega un papel fundamental como gran escenario bucólico en el que se desarrolla la trama. Así, encontramos numerosos planos panorámicos que recogen con maestría la belleza del paisaje. Toda la película desprende una gran luminosidad, acorde con el tono poético y vitalista de la obra. Junto a los planos panorámicos, destacamos el uso de planos detalle, abundantes en las escenas de pesca. Estos planos ayudan a remarcar ese carácter artesanal, casi artístico, de la pesca con mosca, actividad que en la película cobra un importante significado, pues es a través de ella como descrubrimos muchos de los pliegos y entretelas de las vidas de nuestros protagonistas. El otro aspecto técnico que me gustaría subrayar es la banda sonora, elemento que sin duda juega un papel de peso en la película. Nominada al Oscar y ganadora de un premio Grammy, la banda sonora, obra de Mark Isham, es el complemento perfecto a una fotografía como la que hemos comentado. Contribuye a realzar aún más la majestuosidad de muchos planos y carga toda la película de una nostalgia muy propia de las novelas costumbristas norteamericanas –como lo es la obra de MacLean. Por último, quisiera detenerme brevemente en comentar el aspecto simbólico, conceptual, de la película. A lo largo de la historia subyacen una serie de temas de gran interés, tales como la memoria –recordemos que toda la película es un gran flashback al pasado, que un Norman Mclean ya mayor (interpretándose a sí mismo) nos narra desde la madurez de su ancianidad-, la fraternidad –tema nuclear, como ya habíamos apuntado-, la complejidad del corazón de las personas. Cómo ayudar a nuestros semejantes, cómo quererles… Son interrogantes que van apareciendo a raíz de la trama de Neil Burns y en el sermón final del padre. “Podemos amar totalmente, aunque no lleguemos a comprender totalmente”, concluye el reverendo Mclean. Finalmente, hago alusión al río como gran metáfora de la vida misma. En una de sus reflexiones, el reverendo apunta que las personas son como esas piedras que se han formado del barro en el lecho del río. Piedras que permanecen allí a pesar de la fuerte corriente de agua que las arrolla cada día. Debajo de ellas, y antes que nada, se encontraba la palabra de Dios, lo eternamente permanente. Y, por encima de todo, el fluir de las aguas. El acontecer de la vida que, por muy turbulento que parezca, esconde debajo la verdadera vida, los verdaderos valores: las personas, Dios. Norman, al finalizar la película, nos hace una confesión de gran belleza y profundidad: “I am haunted by waters”. “Estoy hechizado por las aguas”, profundamente admirado por la vida.
Es bien conocida la larga trayectoria de Robert Redford delante de las cámaras –probablemente nos suenen títulos tan conocidos como Dos hombres y un destino, El golpe o Todos los hombres del presidente-. No lo es tanto su faceta de director, que comenzó a desempeñar en los años ochenta con su exitoso debut Gente corriente –película que le valió la estatuilla de la Academia como Mejor Director-, un drama familiar que marcaría algunas de las líneas que iban a caracterizar sus obras posteriores. Desde entonces, la producción fílmica de este cineasta ha sido bastante irregular. Junto a películas extraordinarias tales como Memorias de África, encontramos obras de menor calado como La leyenda de Bagger Vance o El hombre que susurraba a los caballos. Quizá una de las cotas más altas alcanzadas por Redford en la década de los noventa sea la película El río de la vida, basada en la novela homónima ganadora del premio Pulitzer cuyo autor es Norman MacLean.
El río de la vida es una gran composición pictórica, como uno de esos grandes paisajes forestales, exuberantes de verdor y luminosidad, de pintores románticos como Constable. Redford imprime a toda la película un tempo sosegado, que logra reflejar el modo de vida y el ritmo pausado de las gentes de Montana. Es el ritmo al que la vida fluye en esos parajes profundos, centenarios. La historia de centra en la vida de los Maclean, una prototípica familia norteamericana de comienzos de siglo XX. Me gustaría hacer hincapié en cada uno de los miembros, pues Redford sabe definir con maestría cada contorno de estos personajes. Tenemos en primer lugar al reverendo Mclean, “pastor presbiteriano y pescador con mosca”, una figura severa y seria, pero entrañable y llena de sabiduría al mismo tiempo. Encontramos a lo largo de la película escenas que nos presentan diversos rasgos de su carácter: cómo enseña a sus hijos a pescar, marcando el ritmo con un metrónomo; sus edificantes sermones en la iglesia presbiteriana; su pasión por los poetas románticos, etc. Su mujer es un personaje más secundario que contribuye a dar un contrapunto a la severidad del pastor con su comprensión hacia los hijos. Estos son sin duda alguna el núcleo en torno al cual gira toda la película. Por un lado nos encontramos con Norman, el hermano mayor. Es un hombre introvertido, responsable y sereno, fruto de la educación que ha recibido en su infancia. Por otro lado tenemos a Paul, de carácter temerario, rebelde y testarudo. La escena en la que Paul decide lanzarse en un bote de madera por la cascada junto a su hermano es un buen botón de muestra sobre la personalidad de cada hermano. Paul vive el presente, y lo vive al límite. Norman, por su parte, quiere a su hermano por encima de todo y es capaz de apostar por él a pesar de las adversidades. Otra escena reveladora es la escena de la pesca, que precede a la muerte de Paul. Cuando este sale del río con un enorme pez, Norman reflexiona y se da cuenta de que su hermano había alcanzado la perfección, aquella proeza había sido toda una obra de arte. “Pero la vida no es una obra de arte”, añade Norman. Paul es un genio, un “fuera de serie”, pero parece como si no fuera de este mundo. Un ser demasiado perfecto para vivir más allá de su plenitud.
En el ámbito más técnico cabe destacar dos rasgos sobresalientes de esta película. En primer lugar, la fotografía, a cargo de Philippe Rousselot. En una historia como la que nos cuenta El río de la vida, la naturaleza juega un papel fundamental como gran escenario bucólico en el que se desarrolla la trama. Así, encontramos numerosos planos panorámicos que recogen con maestría la belleza del paisaje. Toda la película desprende una gran luminosidad, acorde con el tono poético y vitalista de la obra. Junto a los planos panorámicos, destacamos el uso de planos detalle, abundantes en las escenas de pesca. Estos planos ayudan a remarcar ese carácter artesanal, casi artístico, de la pesca con mosca, actividad que en la película cobra un importante significado, pues es a través de ella como descrubrimos muchos de los pliegos y entretelas de las vidas de nuestros protagonistas. El otro aspecto técnico que me gustaría subrayar es la banda sonora, elemento que sin duda juega un papel de peso en la película. Nominada al Oscar y ganadora de un premio Grammy, la banda sonora, obra de Mark Isham, es el complemento perfecto a una fotografía como la que hemos comentado. Contribuye a realzar aún más la majestuosidad de muchos planos y carga toda la película de una nostalgia muy propia de las novelas costumbristas norteamericanas –como lo es la obra de MacLean. Por último, quisiera detenerme brevemente en comentar el aspecto simbólico, conceptual, de la película. A lo largo de la historia subyacen una serie de temas de gran interés, tales como la memoria –recordemos que toda la película es un gran flashback al pasado, que un Norman Mclean ya mayor (interpretándose a sí mismo) nos narra desde la madurez de su ancianidad-, la fraternidad –tema nuclear, como ya habíamos apuntado-, la complejidad del corazón de las personas. Cómo ayudar a nuestros semejantes, cómo quererles… Son interrogantes que van apareciendo a raíz de la trama de Neil Burns y en el sermón final del padre. “Podemos amar totalmente, aunque no lleguemos a comprender totalmente”, concluye el reverendo Mclean. Finalmente, hago alusión al río como gran metáfora de la vida misma. En una de sus reflexiones, el reverendo apunta que las personas son como esas piedras que se han formado del barro en el lecho del río. Piedras que permanecen allí a pesar de la fuerte corriente de agua que las arrolla cada día. Debajo de ellas, y antes que nada, se encontraba la palabra de Dios, lo eternamente permanente. Y, por encima de todo, el fluir de las aguas. El acontecer de la vida que, por muy turbulento que parezca, esconde debajo la verdadera vida, los verdaderos valores: las personas, Dios. Norman, al finalizar la película, nos hace una confesión de gran belleza y profundidad: “I am haunted by waters”. “Estoy hechizado por las aguas”, profundamente admirado por la vida.
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