sábado, 2 de abril de 2011

Tierras de penumbra


Desde la noche de los tiempos, el lenguaje ha sido para el hombre una herramienta imprescindible a la hora de representar la realidad y comunicarla. “Hablamos constantemente de una u otra forma. Hablamos, porque hablar es connatural al ser humano (…). El hombre es hombre en cuanto que es capaz de hablar”[1], señalaba con acertada lucidez Martin Heidegger. Esta posición privilegiada del lenguaje ha inducido a error a muchos, dando lugar a una concepción equivocada de la relación entre la estructura del lenguaje y la estructura de la realidad. En una sesión impartida en la Jowett Society de Oxford, Bertrand Russel denunciaba el peligroso paralelismo que con frecuencia se ha establecido entre lenguaje y realidad, apuntando que muchos infieren del lenguaje propiedades que más tarde aplican directamente a la realidad. La “falacia del verbalismo” –así la denominaba Russel- “consiste en tomar las propiedades de las palabras por las propiedades de las cosas”[2]. Sin duda nos encontramos frente a un error grave. Así como el lenguaje es vago o preciso, la realidad no puede ser vaga o precisa, pues estas propiedades aluden a una relación entre un signo y su referente real. La realidad es por sí misma. Es como es, y ya está. No así el lenguaje, que ejerce un papel bien distinto como “espejo” de la realidad. Así y todo, su reflejo del mundo no es del todo nítido: más bien parece –a juzgar por las tesis del filósofo británico- uno de esos espejos de las atracciones de feria, lleno de curvas y concavidades que le impiden elaborar un reflejo fidedigno de lo real. El lenguaje –y, en mayor medida, el lenguaje cotidiano- es un cúmulo de vaguedades. El ámbito de referencia de las palabras es un territorio de límites difusos, de fronteras en penumbra. ¿Qué es un hombre?, ¿cuándo podemos decir con seguridad que algo es de color rojo? Nos encontraremos sin duda con numerosos casos en los que la respuesta nos salga al paso de modo casi directo. Sin embargo, habrá otras ocasiones en las que la penumbra nos impida dilucidar si la palabra es aplicable o no. Y es esta tierra de penumbra el reino de la vaguedad al que se refiere Russel.

Según lo expuesto hasta ahora, parece que nos encontramos frente a un planteamiento aporético. ¿Cómo salir de aquí?, ¿es que no hay más conocimiento de la realidad que el que se muestra en el lenguaje humano? “La vaguedad del conocimiento derivado de los sentidos infesta todas las palabras en cuya definición interviene un elemento sensible”. Ciertamente, vivimos en un mundo material, contingente. Los límites de aplicación de las palabras son oscuros y variables, tanto como lo son las realidades a las que se aplican. No obstante, hay algo en la reflexión de Russel que no funciona. ¿De qué se trata?

La semiótica que subyace en el texto citado del analítico inglés parece incompleta. Él afirma que el proceso de significación consta de dos elementos: lenguaje y mundo. Sin embargo, este planteamiento olvida un tercer elemento esencial para salvar la intencionalidad del lenguaje. Las palabras no remiten por sí mismas a las cosas, sino que “la palabra es vehículo del concepto. El signo instrumental que es la palabra es vehículo o cuerpo de un signo que ya no es signo instrumental, sino que con la tradición escolástica puede ser denominado signo formal: el concepto”[3]. Hay un rasgo del concepto que parece convertirlo en una posible solución al problema expuesto de la vaguedad de las palabras. El concepto no es material, contingente, sino que es “formal”. “Por agotarse en su intencionalidad, el signo formal es una mediación que no mediatiza. Es una silenciosa mediación que inmediatiza, que hace presente en sí mismo aquello por lo que está”[4], apunta Alejandro Llano. El concepto es, pues, “un verdadero sustituto del objeto, que ya no es ni la sustancia del intelecto que conoce, ni la cosa misma que es conocida”[5]. El problema está en que Russel presenta en su refexión una curiosa concepción del conocimiento y el lenguaje. El único conocimiento posible –parece deducirse del texto- es el conocimiento sensible, material. Esto parece significar el autor de “Vaguedad” cuando sostiene que “la física, en sus formas modernas, suministra materiales para resolver todos los problemas filosóficos susceptibles de ser resueltos”[6]. En ningún caso alberga la esperanza de un conocimiento formal –de formas inmateriales, no contingentes, un conocimiento que no presente “tierras de penumbra”, ambiguedades. “Toda esta identidad del sujeto y del objeto y toda esta supuesta intimidad de la relación del conocimiento me parece un error”[7]. ¡Qué reproche puede hacerse a un filósofo que no concibe el conocimiento como identidad! Y es que, para que exista verdadero conocimiento, “la forma real y la forma conocida han de ser idénticas”[8]. Russel ignora esta “silenciosa mediación del concepto” en el proceso de significación y, por muy optimismta que se muestre cuando dice que si somos capaces de concebir la “vaguedad” es porque podemos concebir la “precisión” y, por tanto, somos capaces de ella[9], su semiótica siempre va a quedar incompleta, anhelando una precisión que dista mucho de poder alcanzar.

[1] HEIDEGGER, Martin, Unterwegs zur Sprache, Neske, Tübingen, 1959, p. 11 [2] RUSSEL, Bertrand, “Vaguedad”, en BUNGE, M., Antología semántica, Editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1960, p. 15 [3] CONESA, Francisco y NUBIOLA, Jaime, Filosofía del lenguaje, Herder, Barcelona, 2002 (2ª ed.), p. 83 [4] LLANO, Alejandro, El enigma de la representación, Editorial Síntesis, Madrid, 1999, p. 265 [5] GILSON, Étienne, El Tomismo: introducción a la filosofía de santo Tomás de Aquino (4ª edición corregida), EUNSA, Pamplona, 2002, p. 298 [6] RUSSEL, op. cit. , p. 15 [7] Ibíd., pp. 15-16 [8] LLANO, Alejandro, op. cit., p. 269 [9] Cfr. RUSSEL, op. cit. , p. 20

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