Cada día encuentro más difícil explicar por qué estudio Filosofía. Sé que mis intentos son muchas veces vanos y que mis interlocutores siempre reaccionan igual: levantan las cejas, en signo de admiración o sorpresa, contraen las comisuras de los labios y dicen: “Qué interesante”, para luego cambiar el tema de la conversación. Es curioso. Muchos días soy yo mismo el que me lo pregunto y pospongo la respuesta indefinidamente. A veces vuelvo el recuerdo al verano en que me convertí a la Filosofía. Porque yo soy un converso, y me enorgullezco de serlo. Mi conversión se fue gestando en mi primer año de Universidad, cuando empecé la carrera de historia. Transcurrido aquel curso, fui a hablar con Alejandro Llano, quien me animó a emprender mi segunda navegación en la Universidad. Comencé entonces a leer algunos libros de Filosofía y vivencié una de las ideas a las que, a mi entender, hace referencia el genio Wittgenstein en el prólogo de su Tractatus logico-philosophicus.
“Lo que aquí he escrito, ciertamente, no aspira en particular a novedad alguna; razón por la que, igualmente, no aduzco fuentes: me es indiferente si lo que he pensado ha sido o no pensado antes por otro”[1]. En este humilde preludio a lo que iba a ser una de las obras de Filosofía más influyentes del siglo XX, el pensador austriaco deja claro que el horizonte de su tratado no es ser una novedad en el ámbito público, un brillante astro en el firmamento de la historia del pensamiento. No le importaba que lo escrito en su libro fuera algo ya manido. Lo importante es que para él no lo era. Para él, el Tractatus y todo lo expuesto en él era una novedad. Radical, revolucionaria. Y es que la verdad, cuando se nos presenta –a veces tras una áspera búsqueda, a veces en un fortuito encontronazo-, es siempre una novedad para el que la encuentra.
La verdad nos aparece siempre nueva, desafiante, deslumbrante. Ante tal prodigio, la actitud del hombre sólo puede ser la de admirarse. Es un admirarse repentino, instantáneo, pues la verdad no avisa, se nos presenta de improviso. No es que no podamos buscarla. Podemos, de hecho, y esta búsqueda implica un proceso en el tiempo, pero en el momento en que la verdad llega, es como un fuerte resplandor, un fogonazo a quemarropa, que nos deja profundamente admirados. A este respecto, me parecen muy sugerentes unas palabras de Leonardo Polo: “La admiración lleva consigo un descubrimiento inicial –y me parece que esto es lo más importante que ocurrió en Grecia-: se cae en la cuenta de que no hay sólo procesos. Y eso de más ¿qué es? Realmente es lo único que despierta la admiración. La admiración se estrena sin razón antecedente: no está preparada por nada. Pero la ausencia de proceso, ¿qué es? ¿Qué es lo admirable? Lo estable, o si quieren, la quietud. Dicho más rápidamente: lo intemporal”[2]. Es esta intemporalidad de toda verdad la que nos pilla por sorpresa. La verdad siempre viene a visitarnos a deshora, pues no tiene reloj, vive fuera del tiempo.
En cualquier caso, el encuentro con la verdad –por muy escueto o insignificante que nos haya podido parecer la verdad encontrada- es un acontecimiento interior, personal. “Posiblemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos”[3]. Wittgenstein comprendió que el encuentro con las verdades filosóficas no puede ser una cita previamente concertada por una vulgar casamentera. Ningún Filósofo puede, ni podrá, forzarnos a darnos de bruces con la verdad, pues, aunque lo haga, jamás reconoceremos a esta como la verdad que es. La dejaremos pasar, como una extraña misteriosa. Un poco antipática, quizá. Si no hemos pensado antes por nosotros mismos, tal y como dice Wittgenstein, jamás hallaremos la verdad por imposición.
“Su objetivo quedaría alcanzado si procurara deleite a quien, comprendiéndolo, lo leyera”[4]. Esto es todo. El deleite de la admiración, de la comprensión de una verdad apenas esbozada. Wittgenstein no pretendía aspirar a más, pues sabía que sólo eso, por poco que pareciera, era más de lo que podía exigir a muchos de sus lectores. “Admirarse de todo, sentir lo profundamente arcano y misterioso de todo eso; plantarse ante el universo y el propio ser humano con un sentimiento de estupefacción, de admiración, de curiosidad insaciable, como el niño que no entiende nada y para quien todo es problema”[5]. Estas palabras del gran filósofo y converso español Manuel García Morente se encontraban entre las primeras páginas que devoré días después de mi conversión a la Filosofía. Todavía hoy busco esa primera admiración y tengo nostalgia de ella. Espero impaciente sus visitas y, entretanto, me respondo que este es el motivo por el que estudio Filosofía: admirarme.
[1] WITTGENSTEIN, Ludwig, Tractatus logico-philosophicus (1921-1922), prólogo, Alianza, Madrid, 1987 [2] POLO, Leonardo, Introducción a la Filosofía, EUNSA, Pamplona, 2002, p. 29 [3] WITTGENSTEIN, Ludwig, op. cit. [4] Ibíd. [5] GARCÍA MORENTE, Manuel, Lecciones preliminares de filosofía, Encuentro, Madrid, p. 28
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