En mi memoria quedó vivamente grabado el recuerdo de una merienda del día de Reyes en casa de mi abuela. En el momento más inesperado se proyectó sobre los churros con chocolare, las tostadas y el roscón la sombra de una singular invitada: la verdad. “¿Qué estudiabas tú, Pablo?”, me preguntó mi tío. “Filosofía… Pero me parece que no estudiaría Filosofía si no creyera que es posible llegar a una verdad”. Ante mi polémica respuesta, mi tío soltó una carcajada forzada y sonora que dio comienzo a un intenso debate en el que tanto él como yo esgrimíamos argumentos a favor y en contra de nuestra noble invitada. Los demás observaban enmudecidos, tratando amortiguar el crujido de los churros para no interrumpir tan interesante discusión. Trascurrida una hora aproximadamente nos despedíamos para volver cada uno a su casa. Mi tío, con una mueca que dejaba escapar una sonrisa de aprobación, me dijo: “Me encanta hablar contigo”. Aquello me gustó, pues reflejaba una tácita alegría por haber compartido algo importante, una gran ilusión.
“La verdad es lo más comunicable, por eso la verdad es liberadora, por eso la verdad es lo que los seres humanos nos entregamos unos a otros para forjar relaciones significativas entre nosotros”[1]. Considero que esta afirmación del profesor Nubiola sintetiza muy bien la idea que pretendo desarrollar en la presente reflexión. La verdad es un requisito imprescindible para entablar cualquier tipo de relación humana. La amistad, sin ir más lejos, se funda en el reconocimiento mutuo de unas verdades. Cada uno de nosotros guardamos en nuestro interior una serie de verdades que consideramos nos atañen de un modo especial y personal, pues tienen que ver con cómo somos realmente y con qué queremos, qué creemos, etc. La verdad es algo racional. Razonable, diría para matizar. Por tanto, todo compartir efectivo de la verdad ha de incluir esa razonabilidad. Yo no podré compartir una verdad con otro hasta que ese otro no comprenda la verdad que quiero compartir con él. La verdad mutuamente compartible es la verdad mutuamente comprensible. Por eso no vamos repartiendo –que no compartiendo- verdades a todo aquel que nos encontramos por la calle. Es normal que no compartamos esas verdades íntimas con el cartero comercial, o con el peluquero –a quien seguramente no veamos más que de semestre en semestre, o incluso más. Habrá en cambio otras personas en nuestra vida junto a las que hemos vivido un tiempo prolongado, personas con las que conectamos más, etc. Son estas personas con las cuales nos sale de dentro sentarnos en la terraza de un bar, pedir una cerveza –o dos- y hablar. Es un modo de plantarnos frente al otro y decir: ¿en qué piensas?, ¿qué te importa en esta vida?, ¿qué esperas de ella? Posiblemente nunca formulemos textualmente estos interrogantes de regusto kantiano –el camarero podría sospechar y preguntarnos cuántas cervezas hemos tomado ya-, pero sin duda subyacen en toda conversación sincera, de amigo a amigo. En ella nos sabemos comprendidos, y por ello no tenemos reparo en hablar sobre esas verdades, pues tenemos la seguridad de que no se perderán en el camino, sino que serán efectivamente comprehendidas, compartidas.
La escena final de la película Smoke recoge un diálogo significativo a este respecto. Son dos amigos que almuerzan juntos en un bar. Auggie, vendedor en un estanco de Brooklyn, le ha contado una historia personal a su amigo Paul, novelista. “Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?”, dice Auggie. “Supongo que estoy en deuda contigo”, responde Paul[2]. La amistad supone compartir una misma intimidad. Por eso hablamos tantas veces de “amigos íntimos”. Son aquellos en los que se da una intimidad compartida, una intimidad común. Como dice Paul, “estamos en deuda” con ellos, pues sin ese compartir no seríamos como somos ahora mismo. De algún modo, lo más susceptible de ser compartido, como apuntábamos al comienzo, es lo verdadero, “aquello independiente de lo que nosotros o una mente cualquiera pueda pensar”[3]. En su conocida Elegía a Ramón Sijé, el poeta Miguel Hernández comienza el poema con unos versos reveladores: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería”[4]. La amistad es un “querer con”, más que un “querer a”. Es un mirar juntos hacia una misma meta, compartir un proyecto, una esperanza, un ideal. Como apunta el profesor Llano, “lo que interesa no es tanto es punto de partida [cada amigo parte de uno muy distinto] (…) Lo que importa es la meta a la que se tiende y los avances que hacia ella se producen”[5]. Esa meta sólo podrá ser susceptible de ser mirada a lo largo de los años si permanece idéntica en el tiempo, si es verdadera, por tanto.
[1] NUBIOLA, Jaime, "Pragmatismos y relativismo: C. S. Peirce y R. Rorty", Unica II/3 (2001), p. 7 [2] Cfr. AUSTER, Paul. “El cuento de navidad de Auggie Wren” en Smoke & Blue in the face, Anagrama, Barcelona, 2009 (4ª edición) [3] NUBIOLA, Jaime, op. cit., p. 7 [4] HERNÁNDEZ, Miguel, Elegía a Ramón Sijé (10 de enero de 1936) [5] LLANO, Alejandro, El enigma de la representación, Síntesis, Madrid, 1999, pp. 290-291, citado por el proesor Nubiola en su artículo citado
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