Después de haberse lucido en la gran pantalla como actor –y de los grandes: baste recordar títulos tan conocidos como El Golpe, Dos hombres y un destino, Todos los hombres del presidente-, Robert Redford se puso por primera vez detrás de la cámara para realizar esta adaptación de una novela de Judith Guest. El resultado fue sencillamente extraordinario.
A través de escenas sencillas y cotidianas, la película nos va introduciendo en la vida privada de los Jarrets, una típica familia norteamericana acomodada y burguesa que, tras una careta de aparente felicidad y cordialidad, esconde tensiones, egoísmos, rencores… Gran parte de ello causado por la muerte del hijo mayor en un accidente en el mar hace apenas un año. Redford esculpe el carácter de cada personaje de un modo magistral. A través de sus silencios, de sus miradas, de sus secretos, los vamos conociendo en sus múltiples facetas. Lejos de elaborar un retrato de familia al uso, este filme pone el dedo en la llaga y nos habla de los Jarrets –y de la familia en general- sin tapujos. Desde esa extraña idea de “privacidad familiar” que tiene la madre y que emplea como barrera para salvaguardar su estatus social hasta la patente incomunicación que se da en la familia, especialmente entre el hijo menor –quien se siente culpable por no haber salvado la vida de su hermano en el accidente- y su madre –incapaz de reconciliarse con su hijo y dar así a la familia otra oportunidad. Gente corriente aborda también un tema tan tabú en nuestra sociedad del bienestar como es la muerte y la pretendida actitud evasiva o eufemística frente a ella, tan común hoy día. El rechazo a involucrarse en los problemas, a mirarlos cara a cara, se refleja en la postura de los padres hacia el hijo. Hay en ellos una actitud de indulgencia falsa, artificial, que, pretendiendo una mayor independencia del hijo, no hace más que aislarlo y sumirlo en su mundo privado, solitario. La aceptación de uno mismo con nuestros errores pasados, el perdón, el amor que redime y cura toda herida… Son otros de los temas centrales que aborda esta magnífica opera prima de Redford.
De entre los muchos aciertos de esta película, destaco las interpretaciones de los tres protagonistas. Y es que Gente corriente es en este sentido una obra coral, donde cada miembro de la familia tiene un peso y una relevancia especial. Merece especial reconocimiento la interpretación de Timothy Hutton en el papel de Conrad, el hijo menor –una personalidad tremendamente rica y compleja, como suele ser la de todo adolescente-, así como la de Judd Hirsch interpretando a Berger, el psiquiatra. El ritmo pausado, contemplativo –armonizado bellamente en muchas escenas por el Canon de Pachelbel como única banda sonora- ayuda sin duda a sumergirnos en una historia tan real como la vida misma, profundamente humana y conmovedora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario