SIN PERDÓN (Clint Eastwood, 1992)
El propio título de la película ya lo dice todo. Sin perdón, o como podría traducirse más fielmente del título original –Unforgiven-, “Los sin perdón”, o “Los irredentos”. William Munny (Clint Eastwood) es un antiguo forajido que no ha cogido un revólver desde hace once años. Cuando dejó las armas, trató de enmendar su vida casándose con Claudia, una mujer de bien que le supo cuidar y querer. Este oasis de paz no duró mucho, pues pronto ella murió de viruela, dejando a Bill al cuidado de sus dos hijos pequeños. No obstante, parece como si, a pesar del tiempo y de su voluntad de no volver a matar, la sombra de los crímenes cometidos aún acompañara a William. Resulta muy significativa la escena en que se nos presenta por vez primera al personaje al que interpreta Eastwood. Aparece en una mugrienta pocilga, tratando de separar los cerdos sanos de los enfermos. Una y otra vez, Bill se resbala y cae de bruces en el fango infecto. Es, pues, de este modo, a través de la metáfora de la mancha, como se nos da a entender que el pasado criminal de Munny nunca lo abandonó. Su alma se encuentra completamente manchada, sucia.
Por si esto no fuera suficiente, el crimen vuelve a llamar expresamente a las puertas de la casa de William. Schofield Kid, un joven forajido, le propone a Munny acompañarle en una misión. Una prostituta de un pueblo cercano ha sido brutalmente acuchillada por un par de vaqueros sin escrúpulos. “¿Qué te parecería ser mi socio?”, le pregunta Kid. William tarda en responder, y, al comienzo, se niega en redondo. “Mi esposa ha sido la que me ha curado… Me ha curado de la bebida y de la maldad”, dice William. En otra ocasión, les advierte a sus dos hijos: “Vuestra madre me enseñó que yo estaba equivocado”. Así es. Claudia fue la única persona que supo amar de veras a Bill. Nadie más le quería. Todos le respetaban, muchos le temían, pero nadie más le quería. Quizá fue precisamente el amor lo que dio a este forajido la esperanza de poder cambiar, de dejar definitivamente las armas y emprender una nueva vida con su mujer. Pero ella murió.
Finalmente, Munny decide aceptar la oferta. Toma de nuevo el rifle y monta su caballo. Resulta cómica la escena en la que trata de subirse al caballo y no puede, porque ha perdido práctica. Es entonces cuando comenzamos a albergar la esperanza de que quizá William haya cambiado efectivamente, de que tal vez no sea el mismo de antes. De hecho, cuando se junta con su antiguo compañero Ned (Morgan Freeman), este le dice: “Will, ahora no eres el mismo de entonces”. “Es cierto, ahora sólo soy un hombre”, replica Munny. Ni él ni Ned quieren volver la vista a su terrible pasado. Cuando les preguntan sobre cuántas personas han matado, dicen que no se acuerdan, o simplemente no contestan. Quieren olvidar, convencidos de que, olvidando, la mancha de sus crímenes se irá diluyendo lentamente hasta desaparecer. Pero esta tarea es complicada, y William cuenta con pavor a su amigo Ned cómo es incapaz de borrar de su mente las imágenes de la gente a la que asesinó. A este respecto, cabe recordar la escena en la que, después de recibir una cruel paliza por parte de Little Bill (Gene Hackman), el sheriff del pueblo, William, magullado y sudoroso por la fiebre, cree agonizar. En ese momento abre su alma a Ned y le confiesa sus peores miedos. “Le he visto, Ned. He visto al ángel de la muerte (…) Tiene ojos de serpiente. También he visto a Claudia. Tenía toda la cara cubierta de gusanos. Tengo miedo”. Y, más tarde, añade: “Ned, no cuentes a nadie lo que he hecho en mi vida”. Vemos claramente como la conciencia de culpa no ha abandonado a William, sino que late en su interior con dolorosa fuerza. Más tarde, en su conversación con la prostituta acuchillada, William reconoce ante ella que “ambos tenemos cicatrices”. El problema es que parece que sus cicatricen no han sanado ni van a sanar nunca.
Algo parecido ocurre con el personaje de Morgan Freeman. Llega un momento en que los tres forajidos –William, Ned y Kid- han acorralado a uno de los que lincharon a la prostituta. Ned toma su rifle y apunta. Parece como si fuera a apretar el gatillo de un momento a otro, pero no dispara. Poco después, decide abandonar la misión y volver a su casa, incapaz de volver a matar. Sin embargo, será en su retorno cuando sea atrapado y brutalmente torturado por Little Bill, el sheriff. Él, que había decidido poner punto y final a una vida de crimen. El perdón no existe -parece querer decir Eastwood con este film- ni siquiera para aquellos que, reconociendo su culpa, deciden repararla con una buena conducta. Al conocer la noticia, William volverá al pueblo a consumar su venganza contra los asesinos de su amigo. En su encuentro con el sheriff, este le dice: “Usted es William Munny, de Missouri, el asesino de niños y mujeres”. “Así es”, responde William como, de algún modo, volviendo la vista a todo su atroz pasado y aceptando de que nunca llegó a cambiar. Su culpa nunca quedó limpia. Él siempre fue un despiadado asesino. Y ya, para confirmar la perdición a la que se encuentra avocada el alma de Munny, Little Bill le espeta, poco antes de morir: “Te veré en el infierno, William Munny”. “Sí”, responde él.
Eastwood sabe revestir esta dura historia con un lirismo mágico, formado por una bellísima fotografía y una banda sonora pausada y melancólica. Pero el mensaje es el que es. No hay perdón. Nadie puede reparar la culpa –la mancha, tal y como nos da a entender la película- por los crímenes cometidos en la vida pasada. Es preciso que carguemos de por vida con ella, sin poder olvidarla. No hay perdón, o, si acaso –tal y como Eastwood da a entender con la historia de amor entre William y Claudia- este quizá pueda parecerse a algo semejante al amor. Desgraciadamente, muy pocos aman o saben amar en Sin Perdón.
Por si esto no fuera suficiente, el crimen vuelve a llamar expresamente a las puertas de la casa de William. Schofield Kid, un joven forajido, le propone a Munny acompañarle en una misión. Una prostituta de un pueblo cercano ha sido brutalmente acuchillada por un par de vaqueros sin escrúpulos. “¿Qué te parecería ser mi socio?”, le pregunta Kid. William tarda en responder, y, al comienzo, se niega en redondo. “Mi esposa ha sido la que me ha curado… Me ha curado de la bebida y de la maldad”, dice William. En otra ocasión, les advierte a sus dos hijos: “Vuestra madre me enseñó que yo estaba equivocado”. Así es. Claudia fue la única persona que supo amar de veras a Bill. Nadie más le quería. Todos le respetaban, muchos le temían, pero nadie más le quería. Quizá fue precisamente el amor lo que dio a este forajido la esperanza de poder cambiar, de dejar definitivamente las armas y emprender una nueva vida con su mujer. Pero ella murió.
Finalmente, Munny decide aceptar la oferta. Toma de nuevo el rifle y monta su caballo. Resulta cómica la escena en la que trata de subirse al caballo y no puede, porque ha perdido práctica. Es entonces cuando comenzamos a albergar la esperanza de que quizá William haya cambiado efectivamente, de que tal vez no sea el mismo de antes. De hecho, cuando se junta con su antiguo compañero Ned (Morgan Freeman), este le dice: “Will, ahora no eres el mismo de entonces”. “Es cierto, ahora sólo soy un hombre”, replica Munny. Ni él ni Ned quieren volver la vista a su terrible pasado. Cuando les preguntan sobre cuántas personas han matado, dicen que no se acuerdan, o simplemente no contestan. Quieren olvidar, convencidos de que, olvidando, la mancha de sus crímenes se irá diluyendo lentamente hasta desaparecer. Pero esta tarea es complicada, y William cuenta con pavor a su amigo Ned cómo es incapaz de borrar de su mente las imágenes de la gente a la que asesinó. A este respecto, cabe recordar la escena en la que, después de recibir una cruel paliza por parte de Little Bill (Gene Hackman), el sheriff del pueblo, William, magullado y sudoroso por la fiebre, cree agonizar. En ese momento abre su alma a Ned y le confiesa sus peores miedos. “Le he visto, Ned. He visto al ángel de la muerte (…) Tiene ojos de serpiente. También he visto a Claudia. Tenía toda la cara cubierta de gusanos. Tengo miedo”. Y, más tarde, añade: “Ned, no cuentes a nadie lo que he hecho en mi vida”. Vemos claramente como la conciencia de culpa no ha abandonado a William, sino que late en su interior con dolorosa fuerza. Más tarde, en su conversación con la prostituta acuchillada, William reconoce ante ella que “ambos tenemos cicatrices”. El problema es que parece que sus cicatricen no han sanado ni van a sanar nunca.
Algo parecido ocurre con el personaje de Morgan Freeman. Llega un momento en que los tres forajidos –William, Ned y Kid- han acorralado a uno de los que lincharon a la prostituta. Ned toma su rifle y apunta. Parece como si fuera a apretar el gatillo de un momento a otro, pero no dispara. Poco después, decide abandonar la misión y volver a su casa, incapaz de volver a matar. Sin embargo, será en su retorno cuando sea atrapado y brutalmente torturado por Little Bill, el sheriff. Él, que había decidido poner punto y final a una vida de crimen. El perdón no existe -parece querer decir Eastwood con este film- ni siquiera para aquellos que, reconociendo su culpa, deciden repararla con una buena conducta. Al conocer la noticia, William volverá al pueblo a consumar su venganza contra los asesinos de su amigo. En su encuentro con el sheriff, este le dice: “Usted es William Munny, de Missouri, el asesino de niños y mujeres”. “Así es”, responde William como, de algún modo, volviendo la vista a todo su atroz pasado y aceptando de que nunca llegó a cambiar. Su culpa nunca quedó limpia. Él siempre fue un despiadado asesino. Y ya, para confirmar la perdición a la que se encuentra avocada el alma de Munny, Little Bill le espeta, poco antes de morir: “Te veré en el infierno, William Munny”. “Sí”, responde él.
Eastwood sabe revestir esta dura historia con un lirismo mágico, formado por una bellísima fotografía y una banda sonora pausada y melancólica. Pero el mensaje es el que es. No hay perdón. Nadie puede reparar la culpa –la mancha, tal y como nos da a entender la película- por los crímenes cometidos en la vida pasada. Es preciso que carguemos de por vida con ella, sin poder olvidarla. No hay perdón, o, si acaso –tal y como Eastwood da a entender con la historia de amor entre William y Claudia- este quizá pueda parecerse a algo semejante al amor. Desgraciadamente, muy pocos aman o saben amar en Sin Perdón.
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