viernes, 19 de marzo de 2010

Doce hombres sin piedad

DOCE HOMBRES SIN PIEDAD (Sidney Lumet, 1957)

Nos encontramos frente a la opera prima de Sidney Lumet, un cineasta más tarde reconocido por su prolífica y variada obra en celuloide –baste mencionar títulos tan célebres como Veredicto final, Asesinato en el Orient Express, Serpico, Tarde de perros, Gloria, etc.-. Sin duda fue un arranque prometedor, pues Doce hombres sin piedad es una película rica en matices y complejidades. En su hora y media de duración, apenas salimos durante unos minutos –al comienzo y al final de la película- de la sala reservada a los miembros del jurado, escenario del grueso del film. Y sorprende cómo el director novel conduce con maestría una trama que se encierra entre cuatro paredes y cuyo peso recae en las espaldas de doce hombres a quienes apenas conocemos por el número de asiento que ocupan en la mesa del jurado.

Un plano contrapicado da comienzo a la película. En él se nos muestra el frontón del palacio de justicia en el cual se está juzgando a un adolescente por asesinar a su padre una noche a puñaladas. En el frontón puede leerse: “La administración de justicia es el más firme pilar del bien”. Sin duda se trata de una advertencia, un severo recordatorio para todos aquellos que entran y salen del tribunal, sean jueces, abogados, testigos, acusados, miembros del jurado o los mismos acusados de culpabilidad. Doce hombres se reúnen en una sala más bien desbaratada para decidir sobre la vida de ese joven. En su mano está encaminarlo a la silla eléctrica o salvarle. Sobre sus hombros pesa una grave responsabilidad, así se lo hace ver el juez antes de retirarse a deliberar. Qué duda cabe que el punto fuerte del film radica en la calidad de las interpretaciones. Resulta sorprendente cómo en tan poco tiempo llegamos a saber tanto sobre doce hombres hasta entonces desconocidos. Prescindiendo de los nombres de los personajes y de que éstos hablen de sus propias vidas –ya que la mayor parte de los diálogos se centran en el caso que tienen entre manos-, Lumet sabe ir desgranando frente a nuestra mirada atónita las variopintas personalidades de cada uno de los miembros del jurado. El lenguaje que emplea para ello es muy diverso. En primer lugar, nos hace reparar en el modo por el que viste cada uno. A pesar de llevar la mayoría de ellos camisa y corbata, cada uno las viste a su manera, reflejando en ello, quizá, parte de su carácter. Los comentarios y las actitudes iniciales son también significativas: el impaciente que quiere terminar cuanto antes para ver el partido de béisbol, el hombre tímido con una conciencia aparentemente escrupulosa, el silencioso señor que mira sereno por la ventana, el padre que parece dar a entender que ha fracasado en la educación de su hijo… Poco a poco se van dando las primeras pinceladas de lo que será una obra compleja y multicolor.

El miembro número ocho, magistralmente interpretado por Henry Fonda, será quien, saliendo de su misterioso silencio, rompa la rutina de un jurado que parecía dispuesto a condenar a muerte sin pestañear. ¿Son conscientes de lo que hacen?, ¿es posible mandar a la muerte a un hombre sin dedicar antes el tiempo necesario a la reflexión? Dejando al margen la cuestión de la validez moral de la pena de muerte –recordemos que nos encontramos aún en los años cincuenta-, se nos hace reflexionar sobre la responsabilidad que acarrea esta decisión. Fonda abre una grieta en la conciencia de los hombres del jurado, y es entonces cuando comienza el debate. Poco a poco, muchos otros de los miembros cambiarán su voto y se decantarán por la inocencia del acusado, saltando la barrera de los prejuicios y tópicos sociales, que parecen dominar la opinión de los doce hombres al comenzar su deliberación. Fijémonos en que la mayoría de las razones que dan aquellos que consideran culpable al joven acusado se fundan en el fondo en prejuicios contra la gente de clase social baja, proveniente de barrios bajos, etc. Veremos como, también poco a poco, estos estereotipos van cayendo y se va descubriendo un velo que nos hace ver la realidad desde una óptica más nítida y diáfana. Comienza a despertarse entre los doce hombres un verdadero afán por la justicia, por descubrir la verdad de los hechos. Pero, ¿qué es la verdad? Sin duda es una pregunta difícil. La más difícil de todas. No obstante, la mayoría de ellos deciden apostar por ella, a pesar de tener que renegar de prejuicios y tópicos. Cabe señalar la escena en que el aficionado al béisbol, con el fin de acabar con la deliberación y adherirse a la opinión de la mayoría, se decanta por la inocencia del adolescente. Salta entonces uno de los doce, alarmado ante la falta de escrúpulos del otro. Está en juego la vida de un hombre. Lo mínimo que se exige para cambiar de opinión es una “duda razonable”, no un desaire repentino. Y es esa “duda razonable” la que va anidando en las conciencias de los miembros sigilosamente, haciéndoles cambiar el veredicto.

Doce hombres sin piedad es una de las obras maestras del cine clásico norteamericano. Una valiente reflexión sobre la responsabilidad del que juzga y sobre la justicia misma. Es también un mosaico que trata de representar mediante unas muestras bien escogidas lo que podía ser la sociedad media norteamericana de la época, tan distante y sin embargo tan parecida a la de nuestro tiempo.

1 comentario:

Ion Egúzkiza dijo...

Hola Palzol. He llegado a tu blog desde Un poco de poesía punk. Me ha gustado. Espero que sigas activo. Me pasaré de vez en cuando.