PENA DE MUERTE (Tim Robbins, 1995)
Con esta conmovedora película, Tim Robbins nos presenta la figura verídica de una monja católica, Helen Prejean, que acompañó y confortó espiritualmente en sus últimos días a un condenado a muerte por homicidio y violación del estado de Louisiana. Sin duda nos encontramos ante una cuestión delicada y de innegable trascendencia moral. Los interrogantes que se plantean a través de esta historia son numerosos y todos ellos nos conciernen vivamente: ¿Es moralmente aceptable la pena de muerte?, ¿puede un gobierno formado por seres humanos sentenciar a otro hombre supuestamente igual a ellos a muerte?, ¿cabe la posibilidad del perdón para un hombre autor de atrocidades tales como asesinar a un joven y violar a una muchacha? Para las autoridades de Louisiana, la respuesta parece ser clara y tajante: no hay perdón, al menos en vida del criminal. Si acaso, este habrá cumplido su pena una vez ejecutado. No obstante, desde el primer momento de la película vamos percibiendo que esta afirmación es matizable, cuestionable incluso.
“Matthew Poncelet… Él y otro hombre dispararon en la nuca a dos adolescentes que encontraron en el bosque. Violaron a la chica y luego la apuñalaron, antes de dispararles. ¿Sabe dónde se está metiendo?, ¿por qué lo hace, hermana?”. Esta es la bienvenida que da a Hellen (Susan Sarandon) el propio capellán de la prisión en la que se encuentra recluído Matthew (Sean Penn). Vistas así las cosas, tan crudamente, ¿por qué sentir compasión por semejante asesino?, ¿qué le hace merecer clemencia? A lo largo del film, veremos como será esta valiente monja católica quien nos dé la respuesta. Matthew es también un ser humano. “Es fácil matar a un monstruo, lo difícil es matar a un ser humano”, espeta el abogado defensor del condenado ante el tribunal de indultos. Efectivamente, hay algo en él que lo hace digno, a pesar de los horrores cometidos. Al fin y al cabo, los crímenes los ha cometido él, pero ese reducto de dignidad no se lo ha ganado él, sino que lo posee en cuanto persona. “Sólo intento seguir el ejemplo de Jesús. Él dijo que todas las personas valemos más que nuestros peores actos”, sostiene la hermana Helen frente a la mirada atónita de los padres de Hope, la chica violada por Matthew. Ellos no comprenden que él pueda merecer el perdón, están cegados, como es razonable, por la ira y el odio hacia el asesino de su hija. “Matthew Poncelet no es una persona, es un error de Dios”, replica enfadado el padre de la joven.
Ciertamente, resulta arduo, más bien imposible, encontrar razones en el plano meramente humano que nos lleven a pensar en una posible redención para violadores y homicidas como Matthew. La ley, al menos, lo contempla inclemente y lo encamina hacia su único destino posible: la pena capital. Pero, ¿y Dios? En cuanto ciudadanos, hemos de responder efectivamente ante la ley, una ley de la que sólo se puede esperar inflexibilidad y equidad. En cuanto criaturas, nuestra mirada ha de apuntar más alto, hacia nuestro Creador. Él ha sido quien nos ha llamado a la existencia y, por tanto, quien nos ha dado un fin concreto, una dirección. Por lo tanto, si nosotros nos descaminamos, si perdemos de vista como consecuencia de nuestras malas acciones el sentido último de nuestra existencia, la única instancia a la que podemos acudir es a Dios mismo. Él es quien puede devolver el sentido de nuestra existencia, afincado en lo más íntimo de nosotros mismos. “En el pecado no sólo se lesiona una norma objetiva y neutral, sino que es atacado un alguien personal (…) A pesar del arrepentimiento y la confesión de la culpa, sólo puede borrarse realmente por el don del perdón otorgado por Dios mismo”[1]. Y es esto lo que se propondrá como última meta la hermana Hellen Prejean. “Salvaría a ese chico si consigue que reciba los Santos Sacramentos antes de morir. Esa es su misión”, le dice el capellán de la prisión a Hellen al oír que Matthew le ha pedido a ella que sea su consejera espiritual durante sus últimos días de vida.
Pero la actitud del reo frente a las atrocidades cometidas es muy otra. “Yo no maté a nadie. Carl perdió los estribos (…) Le diré la verdad señora, Carl y yo estábamos colgados por el alcohol y por las drogas cuando ocurrió (…) Yo no les maté. No maté a nadie, se lo juro por Dios”. Orgullo, ceguera, arrogancia. Es la actitud de Matthew en el primer encuentro con Hellen. Él culpa a todos los de su alrededor –los negros, el gobierno, su padre, etc.- de su mala situación e incluso del crimen acontecido… a todos menos a él mismo. Es el orgullo y la amargura los que impiden a Matthew aceptar la culpa, la responsabilidad del crimen. A este respecto, resulta especialmente reveladora la conversación mantenida entre Hellen y él en torno a la salvación del asesino:
Matthew: Dios y yo ya hemos llegado a un acuerdo. Sé que Jesús murió en la Cruz por todos, y sé que estará allí para cuidar de mí cuando esté delante de Dios en el juicio final.
Hellen: Matt, la Redención no es una especie de entrada gratuita que se obtiene sólo porque Jesús pagara el precio. Tienes que participar en tu propia redención, tienes que trabajar en ella.
Para que haya posibilidad de redención, es necesaria una aceptación de la culpa, un acto de humildad por el que nos reconozcamos incapaces de dar solución a esa culpa y que nos lleve a mirar a Dios. Reconocer el Amor de un Dios que nos quiere a pesar de nuestros peores actos es la única solución posible. “Hay un cierto dolor que sólo Dios puede aliviar… Hiciste algo terrible, pero ahora tienes dignidad, eres hijo de Dios”, susurra Hellen a Matthew una vez éste ha asumido la culpa de los crímenes perpetrados. “Me habían llamado hijo de muchas cosas, pero nunca hijo de Dios. Nunca he tenido un verdadero amor. Voy a tener que morir para descubrir el amor”, replica él, profundamente arrepentido. Es esa dignidad de hijo de Dios la que está por encima de todos los horrores, de todos los crímenes. Es lo que permite que haya una posibilidad de redención para Matthew, la existencia de un Dios que le quiere como hijo.
En resumen, vemos como Pena de muerte es un film realmente valiente que plantea con una firmeza contundente el hecho de que la redención siempre es posible, hagamos lo que hagamos. Sólo un Amor tan grande como el que Dios nos tiene puede lavar la culpa del peor crimen. “Mírame, verás al Amor en mi rostro”, le dice Hellen a Matthew, momentos antes de la ejecución. “Te quiero”, son las últimas palabras del condenado a muerte, que expresan que, habiendo aceptado ese Amor, él también puede amar.
[1] PIEPER, Josef, El concepto de pecado, Editorial Herder, Barcelona, 1986, pp. 114-115
“Matthew Poncelet… Él y otro hombre dispararon en la nuca a dos adolescentes que encontraron en el bosque. Violaron a la chica y luego la apuñalaron, antes de dispararles. ¿Sabe dónde se está metiendo?, ¿por qué lo hace, hermana?”. Esta es la bienvenida que da a Hellen (Susan Sarandon) el propio capellán de la prisión en la que se encuentra recluído Matthew (Sean Penn). Vistas así las cosas, tan crudamente, ¿por qué sentir compasión por semejante asesino?, ¿qué le hace merecer clemencia? A lo largo del film, veremos como será esta valiente monja católica quien nos dé la respuesta. Matthew es también un ser humano. “Es fácil matar a un monstruo, lo difícil es matar a un ser humano”, espeta el abogado defensor del condenado ante el tribunal de indultos. Efectivamente, hay algo en él que lo hace digno, a pesar de los horrores cometidos. Al fin y al cabo, los crímenes los ha cometido él, pero ese reducto de dignidad no se lo ha ganado él, sino que lo posee en cuanto persona. “Sólo intento seguir el ejemplo de Jesús. Él dijo que todas las personas valemos más que nuestros peores actos”, sostiene la hermana Helen frente a la mirada atónita de los padres de Hope, la chica violada por Matthew. Ellos no comprenden que él pueda merecer el perdón, están cegados, como es razonable, por la ira y el odio hacia el asesino de su hija. “Matthew Poncelet no es una persona, es un error de Dios”, replica enfadado el padre de la joven.
Ciertamente, resulta arduo, más bien imposible, encontrar razones en el plano meramente humano que nos lleven a pensar en una posible redención para violadores y homicidas como Matthew. La ley, al menos, lo contempla inclemente y lo encamina hacia su único destino posible: la pena capital. Pero, ¿y Dios? En cuanto ciudadanos, hemos de responder efectivamente ante la ley, una ley de la que sólo se puede esperar inflexibilidad y equidad. En cuanto criaturas, nuestra mirada ha de apuntar más alto, hacia nuestro Creador. Él ha sido quien nos ha llamado a la existencia y, por tanto, quien nos ha dado un fin concreto, una dirección. Por lo tanto, si nosotros nos descaminamos, si perdemos de vista como consecuencia de nuestras malas acciones el sentido último de nuestra existencia, la única instancia a la que podemos acudir es a Dios mismo. Él es quien puede devolver el sentido de nuestra existencia, afincado en lo más íntimo de nosotros mismos. “En el pecado no sólo se lesiona una norma objetiva y neutral, sino que es atacado un alguien personal (…) A pesar del arrepentimiento y la confesión de la culpa, sólo puede borrarse realmente por el don del perdón otorgado por Dios mismo”[1]. Y es esto lo que se propondrá como última meta la hermana Hellen Prejean. “Salvaría a ese chico si consigue que reciba los Santos Sacramentos antes de morir. Esa es su misión”, le dice el capellán de la prisión a Hellen al oír que Matthew le ha pedido a ella que sea su consejera espiritual durante sus últimos días de vida.
Pero la actitud del reo frente a las atrocidades cometidas es muy otra. “Yo no maté a nadie. Carl perdió los estribos (…) Le diré la verdad señora, Carl y yo estábamos colgados por el alcohol y por las drogas cuando ocurrió (…) Yo no les maté. No maté a nadie, se lo juro por Dios”. Orgullo, ceguera, arrogancia. Es la actitud de Matthew en el primer encuentro con Hellen. Él culpa a todos los de su alrededor –los negros, el gobierno, su padre, etc.- de su mala situación e incluso del crimen acontecido… a todos menos a él mismo. Es el orgullo y la amargura los que impiden a Matthew aceptar la culpa, la responsabilidad del crimen. A este respecto, resulta especialmente reveladora la conversación mantenida entre Hellen y él en torno a la salvación del asesino:
Matthew: Dios y yo ya hemos llegado a un acuerdo. Sé que Jesús murió en la Cruz por todos, y sé que estará allí para cuidar de mí cuando esté delante de Dios en el juicio final.
Hellen: Matt, la Redención no es una especie de entrada gratuita que se obtiene sólo porque Jesús pagara el precio. Tienes que participar en tu propia redención, tienes que trabajar en ella.
Para que haya posibilidad de redención, es necesaria una aceptación de la culpa, un acto de humildad por el que nos reconozcamos incapaces de dar solución a esa culpa y que nos lleve a mirar a Dios. Reconocer el Amor de un Dios que nos quiere a pesar de nuestros peores actos es la única solución posible. “Hay un cierto dolor que sólo Dios puede aliviar… Hiciste algo terrible, pero ahora tienes dignidad, eres hijo de Dios”, susurra Hellen a Matthew una vez éste ha asumido la culpa de los crímenes perpetrados. “Me habían llamado hijo de muchas cosas, pero nunca hijo de Dios. Nunca he tenido un verdadero amor. Voy a tener que morir para descubrir el amor”, replica él, profundamente arrepentido. Es esa dignidad de hijo de Dios la que está por encima de todos los horrores, de todos los crímenes. Es lo que permite que haya una posibilidad de redención para Matthew, la existencia de un Dios que le quiere como hijo.
En resumen, vemos como Pena de muerte es un film realmente valiente que plantea con una firmeza contundente el hecho de que la redención siempre es posible, hagamos lo que hagamos. Sólo un Amor tan grande como el que Dios nos tiene puede lavar la culpa del peor crimen. “Mírame, verás al Amor en mi rostro”, le dice Hellen a Matthew, momentos antes de la ejecución. “Te quiero”, son las últimas palabras del condenado a muerte, que expresan que, habiendo aceptado ese Amor, él también puede amar.
[1] PIEPER, Josef, El concepto de pecado, Editorial Herder, Barcelona, 1986, pp. 114-115
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