“Los ojos de Dios están siempre sobre nosotros (…) ¿Cómo serían los ojos de Dios? Increíblemente penetrantes e intensos, suponía yo”. Esta es una de las inquietantes sentencias con las que arranca la que es, casi seguramente, una de las obras más logradas del cineasta neoyorquino. La duda sobre si existe de veras una ley divina, una moral, impregna toda la película y la tiñe de una seriedad poco usual en la obra de Woody Allen. ¿Existe un Dios que nos ve, que juzga, premia y castiga nuestras obras? El interrogante no es baladí y, concluido el visionado de esta película, sigue en el aire, acechando, sin ser resuelto. Lo que Allen se propone con Delitos y faltas es acompañar al espectador de la mano en una reflexión que ahonde en esta pregunta. Una reflexión que parte de un caso concreto con nombre y apellidos: Judah Rosental –extraordinario Martin Landau-, un oftalmólogo con una vida tan próspera y agraciada como podría ser la de cada uno de nosotros. Judah dice no creer en Dios –“rechazaba la religión ya desde niño”, sostiene al comienzo de la película-, y guía sus pasos por la brújula del éxito. Sin embargo, no todo es tan inocente como aparente, pues nuestro protagonista tiene una amante, Dolores Paley –Angelica Huston-, con quien engaña a su mujer desde hace dos años. El carácter histérico e inestable de Dolores puede poner en aprieto la buena imagen de Judah, por lo que este decide finalmente deshacerse de ella, asesinarla mediante la intervención de un sicario.
Con la muerte de Dolores, Judah creía haber encontrado una solución rápida y limpia a su pringoso pasado. Sin embargo, la realidad será otra. No sólo no desaparece la mancha que había originado el amor adúltero con Dolores, sino que esta se vuelve más evidente y molesta con su muerte. “Te aseguro que es como si nada hubiera ocurrido, (…) vuelve a tu vida normal y olvídate”, le dice Jack –el hermano de Judah, encargado de gestionar el asesinato- a su hermano nada más consumarse el crimen. “Jack, que Dios nos perdone…”, es la respuesta del hasta ahora escéptico Judah. Nuestro protagonista, como cualquier ser humano, necesita de alguien que comprenda, que asuma su terrible delito, alguien que le perdone, librándole así de una angustiosa carga. Es entonces cuando vienen a nuestra mente las palabras que poco antes le había dicho el rabino a Judah: “A veces, cuando hay verdadero amor, y verdadero reconocimiento de una falta, puede haber también perdón (…) Tendrás que confesar la falta y esperar comprensión (…) Para ti el mundo es cruel y falto de valores, despiadado, y yo no podría seguir viviendo si no creyera de todo corazón en una estructura moral, con significado real, y en la misericordia (…) Te conozco lo suficiente como para saber que también hay en ti un átomo de ese sentimiento”. Parece que Allen esboza aquí una posible salida al problema del significado de nuestras obras, de nuestras obras buenas y malas. En cualquier caso, el sentimiento de culpa comienza a pesar fuertemente en la conciencia del protagonista, y, parece darse a entender que esos ojos penetrantes e intensos de Dios se han quedado clavados fijamente en Judah. “Dios es un lujo que yo no puedo permitirme”, se había escusado en una ocasión y, no obstante, no puede quitar de ningún modo el sentimiento de culpabilidad de su alma. “Mi madre me enseñó que tengo un alma que seguirá viviendo cuando yo me haya muerto”, le había advertido a Judah la propia Dolores, su amante. Él responde que no cree en la existencia del alma. Como vemos, este escepticismo parece también desmoronarse ante el abrumador sentimiento de culpa.
Resulta también reveladora la escena que se nos presenta cuando nuestro protagonista decide visitar la casa donde vivió en su infancia. Es un momento de tensión, pues la culpa se ha apoderado de él. Recuerda entonces que fue en su niñez cuando su padre inculcó en su interior la creencia en una moral y una ley divina. De pronto, tiene una visión donde está su familia entera sentada a una mesa el día de Pascua. “Hay moralidad para los que la buscan, no existe ninguna ley eterna”, espeta su escéptica tía. Es una segunda oportunidad para preguntar a su padre, y Judah no la desaprovecha. “¿Y si un hombre comete un delito? ¿y si mata?”, pregunta Judah. “Pues de un modo u otro será castigado”, responde su padre, aludiendo a la justicia divina. “Yo digo que si puede hacerlo y salirse con la suya y prefiere olvidarse de la ética… ¡está salvado!”, añade la tía nihilista. Se nos abren, pues, dos posibles caminos: el de la justicia divina, donde no hay nada que no llegue a saberse y que no salga a la luz tarde o temprano para recibir premio o castigo, y el de la voluntad humana, redentora de sí misma, una voluntad que decide qué está bien y qué está mal. Al comienzo, parecía como si Allen, en esa reflexión que abre la película, quisiera encaminarnos por el primero de los caminos, el de la ley moral. No obstante, va calando progresivamente un oscuro escepticismo en la película que nos descamina y nos lleva a la otra vía. ¿Hay de veras ley divina?
Paralela a la historia del crimen de Judah Rosental, discurre la trama de Cliff Stern –interpretado por el propio Woody Allen-, un director de documentales frustrado que sueña con realizar un documental sobre Louis Levy, un filósofo judío. Cliff admira profundamente el pensamiento del sabio, y está convencido de la veracidad de sus afirmaciones. “A pesar de milenios de esfuerzos, no hemos conseguido crear una imagen real y verdaderamente amable de Dios”, sostenía Louis Levy. No obstante, todo se trunca cuando Allen recibe un aviso por el que se le comunica que el filósofo se ha suicidado. “He salido por la ventana”, deja escrito en una nota. Así pues, parece indicarse como si la idea del Dios legislador y juez fuera algo insoportable, tan falto de amor que llevara incluso al suicidio.
No obstante, sigue patente la culpa en la conciencia de Judah. Así se manifiesta en la escena final, cuando Cliff y él se encuentran en la celebración de una boda. Ambos están desolados, sin respuesta ante los interrogantes que llevan planteándose durante toda la película. Judah hace una confesión anónima, contando su historia a Cliff pero sin mencionar al autor de la misma. La historia es concluída por Judah así: “Una mañana, ese hombre despierta… Todo parece haber pasado. No es castigado (…) Vuelve a su mundo”. “Pero, ¿puede volver realmente?”, pregunta Cliff, como intentando agarrarse en un último intento a la existencia de una moral. “Con el tiempo todo se olvida (…) Todo el mundo lleva sobre su conciencia actos terribles”, se justifica Judah. Parece haber dicho la última palabra. Por si no fuera suficiente esta sentencia final, Allen remata la jugada con la voz en off del sabio Levy, que afirma que “las cosas suceden tan imprevisiblemente, tan injustamente… La felicidad humana parece no haber sido incluida en el proyecto de la creación. Somos sólo nosotros, con nuestra capacidad para amar, los que damos sentido al universo indiferente…”. Mientras tanto, vemos una metafórica escena de el rabino –amigo de Judah, que ha perdido la vista por una enfermedad- bailando con la novia. Es como si esos ojos penetrantes de Dios en realidad no fueran tales. Dios no existe o, si existe, está ciego. Vemos, finalmente, como aparece definida la postura de Allen: no hay ley moral, no hay castigo divino, ni perdón divino, para nuestras faltas. Tan sólo nos tenemos los unos a los otros, con un amor que consolará pobremente nuestra existencia.
Con la muerte de Dolores, Judah creía haber encontrado una solución rápida y limpia a su pringoso pasado. Sin embargo, la realidad será otra. No sólo no desaparece la mancha que había originado el amor adúltero con Dolores, sino que esta se vuelve más evidente y molesta con su muerte. “Te aseguro que es como si nada hubiera ocurrido, (…) vuelve a tu vida normal y olvídate”, le dice Jack –el hermano de Judah, encargado de gestionar el asesinato- a su hermano nada más consumarse el crimen. “Jack, que Dios nos perdone…”, es la respuesta del hasta ahora escéptico Judah. Nuestro protagonista, como cualquier ser humano, necesita de alguien que comprenda, que asuma su terrible delito, alguien que le perdone, librándole así de una angustiosa carga. Es entonces cuando vienen a nuestra mente las palabras que poco antes le había dicho el rabino a Judah: “A veces, cuando hay verdadero amor, y verdadero reconocimiento de una falta, puede haber también perdón (…) Tendrás que confesar la falta y esperar comprensión (…) Para ti el mundo es cruel y falto de valores, despiadado, y yo no podría seguir viviendo si no creyera de todo corazón en una estructura moral, con significado real, y en la misericordia (…) Te conozco lo suficiente como para saber que también hay en ti un átomo de ese sentimiento”. Parece que Allen esboza aquí una posible salida al problema del significado de nuestras obras, de nuestras obras buenas y malas. En cualquier caso, el sentimiento de culpa comienza a pesar fuertemente en la conciencia del protagonista, y, parece darse a entender que esos ojos penetrantes e intensos de Dios se han quedado clavados fijamente en Judah. “Dios es un lujo que yo no puedo permitirme”, se había escusado en una ocasión y, no obstante, no puede quitar de ningún modo el sentimiento de culpabilidad de su alma. “Mi madre me enseñó que tengo un alma que seguirá viviendo cuando yo me haya muerto”, le había advertido a Judah la propia Dolores, su amante. Él responde que no cree en la existencia del alma. Como vemos, este escepticismo parece también desmoronarse ante el abrumador sentimiento de culpa.
Resulta también reveladora la escena que se nos presenta cuando nuestro protagonista decide visitar la casa donde vivió en su infancia. Es un momento de tensión, pues la culpa se ha apoderado de él. Recuerda entonces que fue en su niñez cuando su padre inculcó en su interior la creencia en una moral y una ley divina. De pronto, tiene una visión donde está su familia entera sentada a una mesa el día de Pascua. “Hay moralidad para los que la buscan, no existe ninguna ley eterna”, espeta su escéptica tía. Es una segunda oportunidad para preguntar a su padre, y Judah no la desaprovecha. “¿Y si un hombre comete un delito? ¿y si mata?”, pregunta Judah. “Pues de un modo u otro será castigado”, responde su padre, aludiendo a la justicia divina. “Yo digo que si puede hacerlo y salirse con la suya y prefiere olvidarse de la ética… ¡está salvado!”, añade la tía nihilista. Se nos abren, pues, dos posibles caminos: el de la justicia divina, donde no hay nada que no llegue a saberse y que no salga a la luz tarde o temprano para recibir premio o castigo, y el de la voluntad humana, redentora de sí misma, una voluntad que decide qué está bien y qué está mal. Al comienzo, parecía como si Allen, en esa reflexión que abre la película, quisiera encaminarnos por el primero de los caminos, el de la ley moral. No obstante, va calando progresivamente un oscuro escepticismo en la película que nos descamina y nos lleva a la otra vía. ¿Hay de veras ley divina?
Paralela a la historia del crimen de Judah Rosental, discurre la trama de Cliff Stern –interpretado por el propio Woody Allen-, un director de documentales frustrado que sueña con realizar un documental sobre Louis Levy, un filósofo judío. Cliff admira profundamente el pensamiento del sabio, y está convencido de la veracidad de sus afirmaciones. “A pesar de milenios de esfuerzos, no hemos conseguido crear una imagen real y verdaderamente amable de Dios”, sostenía Louis Levy. No obstante, todo se trunca cuando Allen recibe un aviso por el que se le comunica que el filósofo se ha suicidado. “He salido por la ventana”, deja escrito en una nota. Así pues, parece indicarse como si la idea del Dios legislador y juez fuera algo insoportable, tan falto de amor que llevara incluso al suicidio.
No obstante, sigue patente la culpa en la conciencia de Judah. Así se manifiesta en la escena final, cuando Cliff y él se encuentran en la celebración de una boda. Ambos están desolados, sin respuesta ante los interrogantes que llevan planteándose durante toda la película. Judah hace una confesión anónima, contando su historia a Cliff pero sin mencionar al autor de la misma. La historia es concluída por Judah así: “Una mañana, ese hombre despierta… Todo parece haber pasado. No es castigado (…) Vuelve a su mundo”. “Pero, ¿puede volver realmente?”, pregunta Cliff, como intentando agarrarse en un último intento a la existencia de una moral. “Con el tiempo todo se olvida (…) Todo el mundo lleva sobre su conciencia actos terribles”, se justifica Judah. Parece haber dicho la última palabra. Por si no fuera suficiente esta sentencia final, Allen remata la jugada con la voz en off del sabio Levy, que afirma que “las cosas suceden tan imprevisiblemente, tan injustamente… La felicidad humana parece no haber sido incluida en el proyecto de la creación. Somos sólo nosotros, con nuestra capacidad para amar, los que damos sentido al universo indiferente…”. Mientras tanto, vemos una metafórica escena de el rabino –amigo de Judah, que ha perdido la vista por una enfermedad- bailando con la novia. Es como si esos ojos penetrantes de Dios en realidad no fueran tales. Dios no existe o, si existe, está ciego. Vemos, finalmente, como aparece definida la postura de Allen: no hay ley moral, no hay castigo divino, ni perdón divino, para nuestras faltas. Tan sólo nos tenemos los unos a los otros, con un amor que consolará pobremente nuestra existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario