Luz, flores, alegría, mar, bochorno, la Virgen. Los recuerdos se agolpan en mi memoria cuando se trata del mes de mayo. Una brizna de hierba siseando al viento, un sol deslumbrante, una excursión con uniforme de colegio y bocata de lomo con pimientos verdes. El apogeo de la primavera, un footing a pie de playa, con las olas lamiéndome las zapatillas, las vistas desde el acantilado de la Galea y una bolsa de pipas en la mano. El mes de las promesas, de las romerías, de la Virgen. Ondiz, las Carmelitas, el Campus, la Milagrosa. Cualquier sitio es bueno y cada romería es única. Todavía recuerdo las que hacíamos en primaria, con los profesores. Todos de la mano, para no perdernos. Hileras de hormiguitas azules y grises recorriendo las campas que rodeaban el colegio. Y nadie sabía que hacíamos, ni a dónde íbamos. De pronto llegábamos a un pueblo y, al final de un parque, aparecía una especie de iglesia, o una ermita, no lo sé. Ancha, sencilla, rústica. Una señora pálida, encorvada y con un delantal gastado nos daba las llaves. Entrábamos. Apenas se colaban dos rayos de sol por los ventanucos de arriba. No había mucha luz, pero se estaba a gusto. De pronto, alguien empezaba a rezar. A veces el que rezaba hablaba tan bajito que no se le oía nada y otras se oía demasiado, porque al que le había tocado era un repipi, un loro con medias grises y corbata de goma. Padrenuestro, avemaría, avemaría, avemaría… Yo paseaba la mirada embobada por los gruesos paramentos, el techo atravesado de vigas, el crucificado de madera, tosco, recio. Y cuando ya me había recorrido con la vista toda la ermita, uno de los profesores decía algo y todos salíamos en tropel, como queriendo ser los primeros en respirar el aire oxigenado que esperaba fuera.
Transcurridos no menos de diez años de aquello, volvió a llamar a nuestras puertas el mes de mayo, un año más. Y vino como siempre: efusivo, alocado, extravagante, luminoso. Nosotros habíamos cambiado. Aún pendía de nuestro cuello la corbata del colegio, pero ya no era de goma y los pantalones no nos llegaban a la rodilla. Fue entonces cuando Jaime, Jorge y yo decidimos hacer una romería. El cielo rebosaba de un azul límpido, impoluto. Hacía tan sólo tres días, Jaime había conseguido pasar el carné de conducir y se ofreció estrenarlo con nosotros. Ya que íbamos motorizados, decidimos ir a un lugar con cierto encanto, inhóspito, exótico. Jorge propuso ir a Unbe. Ni Jaime ni yo sabíamos qué era aquello, por lo que aceptamos sin pensarlo dos veces. El bólido de carreras en el que nos montamos no tenía desperdicio. Un Peugeot 205 con más kilómetros que pintura en el capó. Solía utilizarlo la hermana de Jaime, quien a su vez lo había heredado se su madre. Jorge se encargaba de la comida: llevaba los bocatas y los botellines de agua en su mochila. Yo ni me había quitado la chaqueta del uniforme. Cualquiera que viera nuestra estampa pensaría que éramos una cuadrilla de mormones un poco perdidos. Ahora que lo pienso, todo aquello tenía un encanto latente. Nosotros lo percibíamos, y no podíamos evitar que la sonrisa se insinuara en nuestros rostros. Era como si estuviéramos cumpliendo con una vieja costumbre. Y, precisamente porque había sido una ocurrencia nuestra, estábamos haciendo propia aquella tradición milenaria. Y nos gustaba, porque veíamos que era bueno, provechoso.
Salimos de casa de Jaime poco antes de comer. Jorge iba en el asiento de atrás, y yo hacía de copiloto. “Nunca he rezado un rosario conduciendo”. “Jorge, ¿cuánto se tarda hasta Unbe?”. Jorge fruncía el ceño: “Veinte minutos, media hora”. Y partimos hacia Unbe. Las manos de Jaime se asían con fuerza al volante. Marchábamos a buena velocidad, pero a trompicones. El conductor carecía aún de soltura y Jorge, que en tan sólo un par de meses con carné ya había recorrido el País Vasco varias veces, le reprendía desde su asiento. Saqué de mi bolsillo un rosario que mi hermano me había traído de Fátima el año anterior. Era pequeño, de cuentas de madera unidas por una finísima cadena metálica. Del uso ya estaba un poco maltrecho: se le había perdido el crucifijo y la cadena estaba arreglada en varios puntos. Comencé a musitar la oración del rosario.
Habíamos dejado atrás el gris y congestionado municipio de Lejona. Una frondosa maraña de setos y árboles surcaba por ambos lados las ventanillas. La carretera se estrechaba por momentos y aquí y allá emergían pequeños baches que Jaime trataba de sortear. Finalmente, encontramos un letrero de madera que señalaba la ubicación de la ermita. Aparcamos el coche no lejos de allí. Hacía calor. Yo seguía rezando mientras Jorge y Jaime respondían. “Aquí se apareció la Virgen hace unos años”, interrumpió Jorge. Yo no sabía muy bien qué pensar, pero el silencio del lugar invitaba al recogimiento. Caminamos por un angosto sendero que nos condujo a una pequeña explanada asfaltada. A un lado había una pequeña piscina de piedra, desconchada y revestida de musgo, presidida por una cruz blanca. Al otro, se abría un nuevo camino junto al cual había un letrero: “Por este sendero pisaron los inmaculados pies de la Virgen María”. Lo recorrimos a paso lento, en silencio. Al fondo se divisaba un caserío. Fachada blanca, dos pisos, cubierta de teja. En la puerta pendía un cartel con los horarios de visita. Al parecer, habían cerrado hacía apenas unos minutos. Sin embargo, pudimos asomarnos a la ventana para captar cuatro retazos del interior. Bancos de madera, un Virgen vestida de luto y cientos de papelotes colgando por todas partes. Eran los certificados médicos de aquellos que se habían curado tras pedir su favor a la Señora de Unbe. Miramos atónitos todo aquello y callamos. Creo que nosotros también teníamos cosas por las que suplicar a la Virgen.
Terminamos de rezar y nos tiramos en la hierba que rodeaba la casa. Jorge sacó los bocatas, de los cuales pronto no quedó más que el envoltorio de Albal. El sol se escondía tímido entre un par de nubes, como queriendo no estropear aquel momento con su tórrida presencia. La hierba siseaba al son de la tenue brisa que soplaba. Se estaba realmente bien allí.
Transcurridos no menos de diez años de aquello, volvió a llamar a nuestras puertas el mes de mayo, un año más. Y vino como siempre: efusivo, alocado, extravagante, luminoso. Nosotros habíamos cambiado. Aún pendía de nuestro cuello la corbata del colegio, pero ya no era de goma y los pantalones no nos llegaban a la rodilla. Fue entonces cuando Jaime, Jorge y yo decidimos hacer una romería. El cielo rebosaba de un azul límpido, impoluto. Hacía tan sólo tres días, Jaime había conseguido pasar el carné de conducir y se ofreció estrenarlo con nosotros. Ya que íbamos motorizados, decidimos ir a un lugar con cierto encanto, inhóspito, exótico. Jorge propuso ir a Unbe. Ni Jaime ni yo sabíamos qué era aquello, por lo que aceptamos sin pensarlo dos veces. El bólido de carreras en el que nos montamos no tenía desperdicio. Un Peugeot 205 con más kilómetros que pintura en el capó. Solía utilizarlo la hermana de Jaime, quien a su vez lo había heredado se su madre. Jorge se encargaba de la comida: llevaba los bocatas y los botellines de agua en su mochila. Yo ni me había quitado la chaqueta del uniforme. Cualquiera que viera nuestra estampa pensaría que éramos una cuadrilla de mormones un poco perdidos. Ahora que lo pienso, todo aquello tenía un encanto latente. Nosotros lo percibíamos, y no podíamos evitar que la sonrisa se insinuara en nuestros rostros. Era como si estuviéramos cumpliendo con una vieja costumbre. Y, precisamente porque había sido una ocurrencia nuestra, estábamos haciendo propia aquella tradición milenaria. Y nos gustaba, porque veíamos que era bueno, provechoso.
Salimos de casa de Jaime poco antes de comer. Jorge iba en el asiento de atrás, y yo hacía de copiloto. “Nunca he rezado un rosario conduciendo”. “Jorge, ¿cuánto se tarda hasta Unbe?”. Jorge fruncía el ceño: “Veinte minutos, media hora”. Y partimos hacia Unbe. Las manos de Jaime se asían con fuerza al volante. Marchábamos a buena velocidad, pero a trompicones. El conductor carecía aún de soltura y Jorge, que en tan sólo un par de meses con carné ya había recorrido el País Vasco varias veces, le reprendía desde su asiento. Saqué de mi bolsillo un rosario que mi hermano me había traído de Fátima el año anterior. Era pequeño, de cuentas de madera unidas por una finísima cadena metálica. Del uso ya estaba un poco maltrecho: se le había perdido el crucifijo y la cadena estaba arreglada en varios puntos. Comencé a musitar la oración del rosario.
Habíamos dejado atrás el gris y congestionado municipio de Lejona. Una frondosa maraña de setos y árboles surcaba por ambos lados las ventanillas. La carretera se estrechaba por momentos y aquí y allá emergían pequeños baches que Jaime trataba de sortear. Finalmente, encontramos un letrero de madera que señalaba la ubicación de la ermita. Aparcamos el coche no lejos de allí. Hacía calor. Yo seguía rezando mientras Jorge y Jaime respondían. “Aquí se apareció la Virgen hace unos años”, interrumpió Jorge. Yo no sabía muy bien qué pensar, pero el silencio del lugar invitaba al recogimiento. Caminamos por un angosto sendero que nos condujo a una pequeña explanada asfaltada. A un lado había una pequeña piscina de piedra, desconchada y revestida de musgo, presidida por una cruz blanca. Al otro, se abría un nuevo camino junto al cual había un letrero: “Por este sendero pisaron los inmaculados pies de la Virgen María”. Lo recorrimos a paso lento, en silencio. Al fondo se divisaba un caserío. Fachada blanca, dos pisos, cubierta de teja. En la puerta pendía un cartel con los horarios de visita. Al parecer, habían cerrado hacía apenas unos minutos. Sin embargo, pudimos asomarnos a la ventana para captar cuatro retazos del interior. Bancos de madera, un Virgen vestida de luto y cientos de papelotes colgando por todas partes. Eran los certificados médicos de aquellos que se habían curado tras pedir su favor a la Señora de Unbe. Miramos atónitos todo aquello y callamos. Creo que nosotros también teníamos cosas por las que suplicar a la Virgen.
Terminamos de rezar y nos tiramos en la hierba que rodeaba la casa. Jorge sacó los bocatas, de los cuales pronto no quedó más que el envoltorio de Albal. El sol se escondía tímido entre un par de nubes, como queriendo no estropear aquel momento con su tórrida presencia. La hierba siseaba al son de la tenue brisa que soplaba. Se estaba realmente bien allí.
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