lunes, 22 de junio de 2009

Sangre, sudor y lágrimas

Londres, 1940. La ciudad entera parecía haber enmudecido. Del cielo llovían papeles jironados, cenizas negruzcas e ingrávidas plumas, relleno del colchón de alguna cama o almohada. Hacía un calor asfixiante. Aquí y allá las hogueras bailaban una danza macabra que parecía haber hechizado a los ciudadanos por completo. El bombardeo fue a las dos de la madrugada. Desde entonces, por las calles del East End, viejetes del Home Front, enfermeras y mocosos que no levantaban un palmo del suelo habían desplegado un alocado pilla-pilla para rescatar cuantas vidas pudieran. De pronto, la multitud fue separándose, formando un pasillo. Entre los harapos, las guerreras azul añil y las máscaras de oxígeno destacaba la imponente silueta de un hombre abrigado por un grueso sobretodo negro y tocado con un escueto sobrero de copa. Los murmullos eran inevitables: se trataba de Mr. Churchill. Tenía el rostro serio y la expresión contraída. A las miradas atónitas de la gente, el Primer Ministro respondía con un pesado silencio, dirigiendo la mirada al infinito. De pronto se detuvo y comenzó a girar sobre sí mismo, para poder contemplar una panorámica de la catástrofe. Sus labios se despegaron y, venciendo la congoja, comenzó a hablar. El silencio quedó roto por la hoy día célebre frase de Winston Churchill: “Nada tengo que ofreceros, sino sangre, sudor y lágrimas…”.

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