La exposición organizada por el Museo del Prado sobre “El Greco y la pintura moderna” no deja a nadie indiferente. En cierto modo, podría decirse que este es el tema que recorre la exposición de principio a fin: el Greco no dejó a nadie indiferente, pues en cada época hubo artistas que pusieron en él su mirada y se aventuraron a seguir con su pincel los trazos luminosos del pintor cretense.
La sola intuición de una mirada poco ejercitada basta para percibir que cada una de sus pinturas encierra algo especial. ¿De qué se trata? Pinceladas marcadas, fugaces y verticales; colores fríos y luminosos; pupilas centelleantes; dedos que se prolongan hasta no se sabe dónde; contornos que se difuminan, imprimiendo en los cuerpos un temblor incesante… Sin embargo, creo que la clave no se encuentra en ninguno de estos rasgos, ni en la suma de todos ellos. Hay algo más.
La obra del Greco esconde algo diferente, algo que rompe la serie. Ciertamente, puede señalarse una continuidad lógica entre el Renacimiento, el posterior Manierismo, el Barroco. Pero del Manierismo al Greco o del Barroco al Greco hay un salto. La ecuación está incompleta.
Tal vez la respuesta, o parte de ella, se encuentre en las raíces, en los comienzos. Como es sabido, el Greco nació y creció en Creta, donde, como en tantos otros lugares donde está presente la Iglesia oriental, la cultura del icono tiene una gran fuerza. El Greco educó sus trazos pintando iconos y quizá sea en este tipo de arte –tan distante al rumbo que había tomado la pintura en Occidente– donde se esconda la solución al enigma aquí planteado. Para el Cristianismo oriental, un icono no es una simple pintura, es mucho más. El icono tiene un carácter sagrado más fuerte del que pueden tener las madonas de Rafael o La vocación de san Mateo de Caravaggio. El cardenal Ratzinger lo expresaba así en un discurso pronunciado en Rímini: “El icono no es simplemente la reproducción de cuanto es perceptible por los sentidos, sino que más bien presupone (…) un ‘ayuno de la vista’. La percepción interior debe liberarse de la mera impresión de los sentidos, y (…) adquirir una nueva, más profunda, capacidad de ver, realizar el tránsito desde lo que es meramente exterior hacia la profundidad de la realidad”[1].
Parece, por tanto, que el icono invita a ver más, más allá. Traspasar el ámbito de la realidad percibida para aspirar a comprender una realidad más profunda, más real. Una realidad que difícilmente puede atraparse en un discurso lógico, racional, y que, por esto mismo, tiene mucho de misterio. Pero el misterio no es algo malo, todo lo contrario. Es un acicate para indagar más, sin llegar nunca a una respuesta cerrada. Creamos o no en un Dios vivo, nadie negará que sólo esta búsqueda sin descanso nos colma verdaderamente, sacia –sin saciar– nuestras aspiraciones más hondas.
Podría decirse que, al partir de Creta con veintiséis años, el Greco dejó de pintar iconos. No creo que sea cierto, pues cada una de sus pinturas guarda aquello que es más esencial al icono, ese ‘ayuno de la vista’ que, paradójicamente, invita a ver más. Es por esto que el Greco siempre tuvo algo que decir, y siempre tendrá algo que decir. Sus pinturas causan fascinación, pues apuntan a una realidad más profunda, diciéndonos que “no está todo visto”, que siempre queda mucho por ver.
La visión de san Juan, del Greco |
[1] RATZINGER, Joseph
(Card.), “Il sentimento delle cose, la contemplazione della belleza”, discurso
pronunciado en Rímini, 30 de agosto de 2002
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