Cada día, a cada hora, el ser humano tiende a ver problemas aquí y allá. Nos sentimos interpelados por ellos y, no pocas veces, queremos resolverlos en el mismo instante en que nos salen al paso. En ocasiones, el empeño por resolver un problema nos llevará a asomarnos a su interior y ver que el recorrido del nudo es más complejo de lo que esperábamos. Con paciencia, tendremos que tomar el extremo del cordel y deshacer lo andado. La ciencia –y en especial las ciencias experimentales- podrá tendernos en muchos casos ese hilo de Ariadna para no perdernos por los vericuetos del laberinto. No obstante, hemos de darnos cuenta de que, como afirma el profesor Nubiola en El taller de la filosofía, “muchas de las grandes cuestiones que afectan a las vidas humanas no pueden ser solucionadas o domesticadas por las ciencias”[1]. Considero que lo que caracteriza al ser humano no es precisamente su habilidad para detectar problemas y resolverlos, sino su permanente convivencia con el misterio. ¿Qué hacer frente al misterio? En primer lugar, caer en la cuenta de él. Por ello, dice Putnam, “resulta indispensable recuperar el sentido del misterio que a menudo envuelve las cuestiones que vitalmente más nos importan”[2]. Sin embargo, no son pocos los que sienten miedo ante el misterio y, o bien posponen indefinidamente su encuentro con él o bien tratan de eliminarlo de sus vidas como pueden.
Anthony Hopkins (C.S. Lewis) y Debra Winger (Joy Gresham) en Tierras de Penumbra |
El dolor es uno de esos grandes misterios que sacuden nuestras vidas sin que nosotros los hayamos buscado. El dolor físico no tiene explicación. ¿Por qué ha de sufrir un niño con cáncer? La rebeldía frente al dolor ha sido la respuesta de muchos hombres a lo largo de los siglos. No obstante, creo que es todavía más incomprensible el dolor moral. El amor a otras personas nos vincula a ellas hasta tal punto que su pérdida supone la pérdida de nuestra propia vida, al menos en parte. En la película Tierras de penumbra, C.S. Lewis hace una interesante reflexión sobre la muerte de su querida esposa: “El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces, ese es el trato”. Muchos no están dispuestos a firmar semejante trato, pues no saben si resistirán el sufrimiento provocado por la ausencia del ser querido. Aparece entonces el miedo a amar. En relación a esta idea cito unas de las últimas líneas de El guardián entre el centeno en las que Holden Caulfield, un adolescente incomprendido, siente arrepentimiento por habernos contado su historia: “Siento haber contado a tanta gente mi vida. Lo único que sé es que, de algún modo, echo de menos a todo aquel a quien se la he contado (…) Es divertido. No le contéis nunca nada a nadie. Si lo hacéis, empezaréis a echar de menos a todo el mundo”[3]. Holden, como tantos otros, ve el amor por las demás personas como si fuera una fuerte atadura que, al soltarse, dejara una herida que nunca cicatriza. Visto así, amar a otras personas, darnos a ellas, es un juego arriesgado que, en todos los casos, limita nuestra libertad.
J.D. Salinger, autor de El guardián entre el centeno |
Frente a este dilema, el profesor Nubiola propone una solución enigmática que me ha dado qué pensar: “Cuanto mayor amor se tiene de mayor libertad de goza”[4]. Hoy día todos relacionamos directamente la palabra “libertad” con la idea de “libertad de elección”. Así pues, plantarnos frente a la sección de congelados de un supermercado y escoger una pizza o una caja de langostinos puede entenderse como una de las acciones más libres a las que podamos aspirar. Sinceramente, no creo que aquí se encuentre el “fondo de saco” de nuestra libertad. Decimos que el hombre es libre porque puede alcanzar un conocimiento profundo de la realidad y, como consecuencia de esto, es capaz de adquirir compromisos fuertes. El conocimiento será en ocasiones medio para resolver un problema pero, en otros casos, será el guardián que nos abra la puerta del misterio, dejando en nuestras manos la libre decisión de traspasar su umbral.
Plantarnos frente al misterio y procurar contemplarlo podrá ser muchas veces la única actitud posible. Nunca lo entenderemos del todo, pero el paso del tiempo y la convivencia afectuosa nos desvelarán rincones que sin duda nos ayudarán a hacernos cargo de él. Así sucede con el amor por otras personas. No nos hacemos cargo de ellas hasta que no nos decidimos a asombrarnos ante el misterio que cada una encierra. Es aquí, al percibir ese misterio incomprensible, cuando comenzamos a aceptar su presencia como un don, del tal forma que no nos sorprendemos del todo cuando nos es arrebatado, ya que, al fin y al cabo, era un regalo inmerecido. Como decía Lewis, “el dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces. Ese es el trato”.
[1] NUBIOLA, Jaime, El taller de la filosofía, Pamplona, EUNSA, 2006 (4ª edición), p. 222
[2] PUTNAM, Hilary, “The Importance of Nonscientific Knowledge”, p. 22, citado en NUBIOLA, Jaime, op. cit., p. 222
[3] SALINGER, J.D., The catcher in the rye (fragmento traducido por mí mismo), Penguin Books, Londres, 1994, p. 192
[4] NUBIOLA, op. cit., p. 201
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