A medida que pasa el tiempo voy dándome cuenta de que, así como hay un aprendizaje en el conocer, también existe en el plano del querer. Aprender a querer es quizá uno de los retos más difíciles y valiosos de nuestra vida. A esto hemos de añadir un interesante matiz: al parecer, no puede entenderse el querer separado del conocer, del mismo modo que no podemos conocer sin querer. Es tan fuerte la unidad de facultades y capacidades en el ser humano –especialmente las facultades inmateriales, más ligadas al ámbito de la identidad personal- que no podemos entender una facultad sin la otra. En El taller de la filosofía, el profesor Nubiola defiende que el conocimiento “es camino también de la ganancia afectuosa de los demás, del desarrollo de la capacidad de escuchar y de comprender sus razones”[1].
Detalle de Saying grace, óleo de Norman Rockwell |
¿Es posible conocer sin querer? Si lo pensamos, puede que lleguemos a la conclusión de que, en muchos casos, sí que es posible. Conocer el mapa del metro de Bilbao no implica que queramos dicho objeto de conocimiento. Es de suponer, no obstante, que esto no ocurre con todos los objetos susceptibles de ser conocidos. No es lo mismo, por ejemplo, conocer cómo circular por el metro de Bilbao que conocer a una persona con nombre y apellidos. El mapa del metro –por seguir con el ejemplo- nos pone un tope, una barrera. Una vez lo conocemos por entero, no podemos ir más allá. No nos ofrece más. En el caso de una persona, los límites no aparecen por ningún lado. Nunca habremos conocido lo suficiente a una persona. Un objeto de conocimiento cuyos límites se nos presentan casi a primera vista es sin duda algo reducido y simple. Copiar un mapa de metro no es difícil: basta un poco de papel y una buena fotocopiadora. Copiar a una persona empieza a ser problemático, por no decir totalmente imposible. En la medida en que la conocemos más, nos damos cuenta del universo ilimitado en el que nos estamos adentrando. Una persona no tiene límites. Seguramente fue esto lo que llevó a Pascal a afirmar que una sola alma es más valiosa que el universo visible. Y es que una persona es tan irrepetible y única como toda la Creación. Es lógico que, en la medida en que la conozcamos más, también la querremos más, pues vamos descubriendo su carácter de novedad absoluta y nos sentimos de algún modo privilegiados al percibir dicha novedad. Se entiende ahora el porqué de hablar del conocimiento como “ganancia afectuosa” y como “desarrollo de la capacidad de escuchar y comprender”.
Pero nos queda el otro interrogante: ¿Podemos querer sin conocer? En este caso considero que, tras unos breves minutos de reflexión, todos nos inclinaríamos por una respuesta negativa. Sin embargo, cabría objetar que hay casos en los que sí podemos querer sin conocer. Podemos querer a Dios, a quien no conocemos. ¿Es esto cierto? Creo que ni siquiera en este caso podemos deshacernos del conocer tan fácilmente. El propio Santo Tomás decía que conocemos a Dios, no de modo directo, sino a través de sus efectos. Sigue habiendo, también en este caso, un cierto grado de conocimiento. Un amor a Dios que prescindiera del conocer –de la razón, en suma- sería la antesala de un fideísmo sentimentalista, tan endeble como inútil. Del mismo modo, un amor puramente pasional a una persona no sería propiamente amor, pues la pasión, al desaparecer sin previo aviso, eliminaría a su vez ese supuesto amor y nos dejaría indiferentes frente a ese alguien a quien nunca llegamos a conocer. No podemos, por tanto, querer sin conocer.
Vemos, en conclusión, cómo querer y conocer son dos operaciones que se sustentan mutuamente. Podríamos decir, por consiguiente, que aprender a conocer es aprender a querer. Los ojos del filósofo han de aprender a mirar, a contemplar con pausa [2]. Saber mirar es, como se dice popularmente, saber querer. La mirada es en este sentido, la expresión más auténtica del conocer y, más concretamente, del conocer personal. Para conocer hemos de abrir los ojos y aprender a contemplar. Y, ¿qué es lo más susceptible de ser contemplado? Lo bello y lo bueno (kalós kai agathós), que decían los clásicos. El crecimiento en el conocer es, por lo tanto, un crecimiento en nuestro familiarizarnos con lo bueno –el objeto del querer- y lo bello –objeto último de toda contemplación-. Cobra aquí sentido esa similitud que Goethe estableció entre la vida lograda y una obra de arte. La madurez intelectual es como el dibujo frío y monócromo que recubre un lienzo antes de ser pintado con óleo. Trazos sutiles que, en ocasiones, pueden parecernos antipáticos, pero que ordenan y dan sentido a toda obra de arte.
[1] NUBIOLA, Jaime, El taller de la filosofía, EUNSA, Pamplona, 2006 (4ª edición)
[2] Cfr. Ibíd., p. 23
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