LA DELGADA LÍNEA ROJA (Terrence Malick, 1997)
Terrence Malick es sin duda un director atípico, un cineasta con leyenda. En los veinte años que ha dedicado de su vida al cine, sólo ha realizado cinco películas, entre las que están La delgada línea roja y El árbol de la vida. Nos encontramos, claro está, ante un Salinger de la cámara, un director que nunca se deja ver en público y del que sólo se tiene una fotografía. Para leyenda es, desde luego…
Pero esto no es todo. El suyo es un cine “de autor”, donde reconocemos unos temas y unas constantes que se repiten, de un modo u otro, en toda su filmografía. El sentido de la vida, la búsqueda de la trascendencia –de Dios, a fin de cuentas, aunque en ocasiones sea más panteísmo que otra cosa-, la naturaleza caída del ser humano. Algunos críticos han comentado que, si pudiera resumirse el cine de Malick en algo concreto, ese algo sería el plano contrapicado. Un contrapicado de un bosque, o de un campo, donde la luz del sol se filtra a través de las hojas. Un plano que nos invita a mirar a lo alto, a la trascendencia, a Dios.
La delgada línea roja recoge muchos de estos temas. La historia transcurre durante la ofensiva del ejército americano a la isla de Guadalcanal en 1942, plena Segunda Guerra Mundial. En este marco se encuadran las historias de varios soldados que, como todos los demás, libran también su propia guerra interior. El sargento Welsh (Sean Penn), un hombre descreído y melancólico; el soldado Witt (Jim Caviezel), un joven soñador, que espera más allá de todo el horror que pasa por sus ojos, que confía en ese resquicio de bondad que queda en todo hombre; el soldado Bell (Ben Chaplin), cuyo único motivo para seguir viviendo es el amor por su mujer… Por encima de las historias personales, Malick plantea un tema de fondo: ¿Cómo es posible tanto mal en medio de una naturaleza tan sumamente bella?, ¿cómo se concibe el horror en el paraíso? Es el misterio del mal y, también, del mal como fruto de la libertad del hombre. Es como si dentro de cada ser humano libraran una batalla abierta el bien contra el mal. Y como si el territorio del mal estuviera delimitado por una “delgada línea roja”, tan imperceptible y sutil que sólo la percibimos una vez la hemos cruzado.
A fin de plasmar todas estas ideas, Terrence Malick, perfeccionista hasta la médula, nos regala con una fotografía espectacular –a cargo de John Toll- y una partitura de gran belleza musical compuesta por Hans Zimmer. La combinación de escenas de batalla con insertos de animales exóticos, de árboles, de recuerdos del hogar, crea un contraste muy sugerente que nos lleva a plantearnos las cuestiones antes mencionadas. Al final, el director deja abierta la puerta a la trascendencia, a la esperanza. “Yo he visto otro mundo”, afirma Witt. Un mundo de paz, de luz, un mundo de gracia. Ese mundo que Malick busca captar con su cine.
A fin de plasmar todas estas ideas, Terrence Malick, perfeccionista hasta la médula, nos regala con una fotografía espectacular –a cargo de John Toll- y una partitura de gran belleza musical compuesta por Hans Zimmer. La combinación de escenas de batalla con insertos de animales exóticos, de árboles, de recuerdos del hogar, crea un contraste muy sugerente que nos lleva a plantearnos las cuestiones antes mencionadas. Al final, el director deja abierta la puerta a la trascendencia, a la esperanza. “Yo he visto otro mundo”, afirma Witt. Un mundo de paz, de luz, un mundo de gracia. Ese mundo que Malick busca captar con su cine.
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