El rostro cetrino y la expresión agonizante. Sus ojos clamaban una queja silenciosa e inútil. Yacía sobre el entarimado del aula como un cuerpecito infantil, de apenas tres meses, ingrávido y frágil, portando aún un colorido bañador con salpicones de arena. Todos lo observábamos desde nuestros pupitres con aparente indiferencia a la vez que sentíamos por dentro incontenibles impulsos de reanimarle y devolverle a la vida. No, era imposible. No cabía duda de que estaba herido de muerte.
Sucedió al alba, el primer día de septiembre. Él se encontraba exultante, jovial, con más ganas que nunca de exprimir cada minuto de aquel día: playa, piscina, lectura, deporte... Pero le habían llamado para que acudiera sin demora a una reunión en el “Calendario”, edificio donde aquellos con el título de “mes” celebraban sus reuniones. Siguiendo el protocolo, saludó cordialmente a cada uno de los meses. Junio, Julio y Agosto le dedicaron un ferviente apretón de manos mientras que el resto hizo un amago de reverencia, una burla, ante su invitado.
Transcurridos unos minutos de tedioso debate, notó como, poco a poco, los meses se le iban aproximando. Se
ptiembre le rogó que se le acercara un poco, pues tenía algo que decirle en confidencia. Él lo hizo pero, repentinamente, el otro sacó algo parecido a un arma y le asestó la primera puñalada. Las demás se sucedieron mientras Septiembre lo empujaba hacia Octubre y Noviembre. Junio, Julio y Agosto, horrorizados ante la sangría, pusieron pies en polvorosa y se escondieron. Aquel incidente había sucedido hacía diez días. Sorprendentemente, todavía respiraba. Alguien lo había dejado en el entarimado aquel día 10. Nuestras pupilas se clavaron en sus incontables heridas. Las flores azules del bañador se habían tornado escarlata. Se oyó un portazo. Alguien había entrado en el aula. Libros, corbata, el porta-tizas cargado... todo apuntaba a que se trataba de un profesor. Muchos apenas recordaban a aquellas personas. Éste cogió su porta-tizas y apuntó a la sien del moribundo. Disparó. Silencio. El verano había muerto.
Sucedió al alba, el primer día de septiembre. Él se encontraba exultante, jovial, con más ganas que nunca de exprimir cada minuto de aquel día: playa, piscina, lectura, deporte... Pero le habían llamado para que acudiera sin demora a una reunión en el “Calendario”, edificio donde aquellos con el título de “mes” celebraban sus reuniones. Siguiendo el protocolo, saludó cordialmente a cada uno de los meses. Junio, Julio y Agosto le dedicaron un ferviente apretón de manos mientras que el resto hizo un amago de reverencia, una burla, ante su invitado.
Transcurridos unos minutos de tedioso debate, notó como, poco a poco, los meses se le iban aproximando. Se

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